Imaginemos[1] dos estados en los que el parlamento, democráticamente elegido, hiciera sus leyes, pero luego estas estuvieran sometidas a control de validez. En uno de esos estados tal control consiste en que se lanza un dado y si sale número par se decreta automáticamente que la ley en cuestión es constitucional, mientras que con idéntico automatismo se determina que es inconstitucional la ley si ha salido impar el número. En el otro estado, en cambio, se parte de que, para que sea constitucional, la ley ha de estar de acuerdo con el designio de los dioses porque es el propósito de los dioses lo que vive debajo de la constitución, y por eso cada ley que el parlamento aprueba se somete a escrutinio de los sumos sacerdotes, que unas veces fallan a favor de la constitucionalidad y otras dicen que es inconstitucional la norma legal que en cada oportunidad revisan. A esos dos estados los podemos llamar, respectivamente, Aleas y Aeternum.
La teoría de la sustitución de la constitución tiene precedentes doctrinales sabiamente expuestos por excelentes autores y también hay sobradas explicaciones sobre los orígenes jurisprudenciales en la Corte Suprema de La India, sin ir más lejos. En este trabajo nada pretendo ni podría aportar sobre dichos orígenes o las relaciones de la idea con otras cuestiones profundas de la dogmática constitucional. El propósito de este texto es el de someter a análisis crítico los elementos, la consistencia y las consecuencias de la idea de sustitución de la constitución como límite implícito a la reforma constitucional, con atención muy especial al modo en que configuran tal idea tanto la más representativa doctrina colombiana que la defiende como la jurisprudencia de la Corte Constitucional de Colombia.
Tal vez el sentido de fondo de mi planteamiento depende de una hipótesis mucho más general, y hasta provocativa, que no podré fundamentar por extenso, aunque puntualmente aparezcan algunos aspectos en el texto que sigue. Mi hipótesis, sucintamente desglosada, es la siguiente:
Foto: JAGA
a) La categoría de delito político no podía aplicarse en Colombia en un proceso de paz
La idea de delito político se impone en el siglo XIX para justificar el trato más favorable a personas que cometen ciertos crímenes motivados por la convicción de que así luchan por nobles ideales de justicia social y contra el Estado opresor en el que actúan. Desde el instante en que tales delitos movidos por semejantes convicciones comienzan a perpetrarse en y contra Estados que se legitiman por su constitución democrática y protectora de derechos, resulta difícil aplicar de puertas adentro la noción de delito político, pues supondría favorecer a los que delinquen contra ese Estado constitucional y democrático y darles un trato de más favor que el que reciben los ciudadanos ordinarios que puedan caer en el delito. De ahí que, en la fase siguiente, el delito político va a contar más que nada para evitar la extradición de los nacionales que en países tiránicos lucharon por la democracia o para dar asilo a los por eso perseguidos.
Un ciudadano fue condenado a penas de dieciséis meses de prisión por cuatro delitos agravados de maltrato de animales domésticos. Plantea recurso de inconstitucionalidad contra la norma penal que tipifica tal delito, el artículo 387, apartados 1 y 2, del Código Penal, que dice así, en la redacción de 2014 que aquí importa (y que en la redacción dada por la posterior Ley 69 39/2020no tuvo cambios que no afectan al tema que aquí se plantea):
“Artigo 387.º (Maus tratos a animais de companhia)
1 – Quem, sem motivo legítimo, infligir dor, sofrimento ou quaisquer outros maus tratos físicos a um animal de companhia é punido com pena de prisão até um ano ou com pena de multa até 120 dias.
2 – Se dos factos previstos no número anterior resultar a morte do animal, a privação de importante órgão ou membro ou a afetação grave e permanente da sua capacidade de locomoção, o agente é punido com pena de prisão até dois anos ou com pena de multa até 240 dias”.
El análisis de la constitucionalidad de tal precepto penal se hace sobre la base del apartado 2 del artículo 18 de la Constitución portuguesa, cuyo tenor es el siguiente:
“La ley sólo puede restringir los derechos, libertades y garantías en los casos previstos expresamente en la Constitución, debiendo limitarse las restricciones a lo necesario para salvaguardar otros derechos o intereses constitucionalmente protegidos”[1].
Tránsito. Pilar Gutiérrez Santiago
Según el Tribunal Constitucional, “el artículo 18ª número 2 del Código Penal consagra los principios de necesidad y de proporcionalidad del Derecho penal, positivando la regla de que el Derecho penal -derecho fragmentario y de última ratio- debe tener una función de protección de bienes jurídicos”.
El siguiente texto se ha publicado como prólogo del libro de Diego León Gómez Martínez titulado El sentido del «precedente judicial obligatorio» (Palestra/USC, 2022).
Los futuros historiadores del Derecho (si es que hay un futuro con Derecho e historiadores) buscarán explicaciones para una de las etapas más curiosas y paradójicas del pensamiento jurídico, la nuestra. Creo que pocas veces se habrá visto semejante divorcio entre lo que el Derecho es y lo que los teóricos del Derecho piensan, entre las funciones de lo jurídico y las doctrinas que en las facultades de Derecho se difunden. Trataré de explicar a continuación esta tesis y la relación que guarda con la temática del excelente libro que tengo el honor de prologar.
Son extraños los tiempos en los que verdades de Perogrullo se tornan tesis aparentemente sofisticadas. Una de tales tesis que tengo por obvia, pero que puede sorprender a más de cuatro colegas, es la que dice que no hay Derecho sin normas y sin que tales normas tengan un núcleo de contenido generalmente cognoscible e independiente de los gustos y valores de cada cual. En otras palabras, todas las normas, de cualquier tipo, nos permiten saber colectivamente a qué atenernos cuando calificamos conductas o ciertos estados de cosas relacionados con conductas, y que las normas jurídicas, en particular, nos habilitan para calcular no sólo cómo nuestras conductas van a ser calificadas, sino también cuáles son las consecuencias tangibles que por ellas se nos van a aplicar.
Así, sabemos que matar dolosamente a otra persona será acción tildada de inmoral, injusta, pecaminosa…, y sabemos más concretamente a qué pena de cárcel o similar nos exponemos en el respectivo sistema jurídico cuando incurrimos en homicidio. Hay Derecho penal, y la consiguiente certeza, constitutiva de la llamada seguridad jurídica, porque existe un tipo penal con su supuesto de hecho y su pena, norma suficientemente precisa como para que todos básicamente puedan entenderla, aun cuando sea inevitable también que caso a caso haya de discutirse sobre los hechos y su prueba o sobre el modo de concretar el sentido del precepto al aplicarlo. Si no hubiera semejante norma penal, el matar con dolo sería socialmente considerado como conducta indebida, pero lo que le haya de suceder al que mata se debatiría por completo caso a caso y no habría límites por arriba ni por abajo a la hora de tratar al homicida. Así, un juez ultrarreligioso podría plantear que si el muerto es un infiel, tal vez no merece tanto reproche el homicida, mientras que si es uno de su mismo credo, el autor debe pagar con su propia vida. Las normas de Derecho ponen límite y paz donde las otras normas a veces invitan a la guerra, incluidas las normas religiosas y las morales. Lo que acabo de escribir es tan obvio como necesario en esta época en la que nada excita tanto a constitucionalistas y profesores de Derecho en general, y sobre todo si enseñan en universidades selectas, como decir que no hay sociedad mejor que la sociedad sin ley y con jueces justicieros y que donde esté un buen principio moral que se pueda pesar en el magín del juzgador, pues que se quiten todas las reglas que al juzgador limiten, y más si las ha hecho ese legislador que representa al pueblo analfabeto y necesitado de guía firme y buenos sacerdotes.
Desde que Peirce se ocupara del razonamiento abductivo como distinto del deductivo y el inductivo, se viene caracterizando la abducción como “una forma de razonamiento (…) por medio de la cual se selecciona tentativamente como la más razonable aquella hipótesis, de entre las que compiten entre sí, que, a criterio del investigador, mejor compatibilidad muestra con los datos disponibles”[1].
Tenemos un hecho que nos plantea un enigma. Por ejemplo, ha desaparecido el pescado que teníamos en la mesa de la cocina, recién cocinado y listo para comer. Nos preguntamos y nos interesa saber quién se lo habrá llevado. Lo primero que observamos en la “escena del crimen” es que la ventana había quedado abierta y que hay huellas de gato que van de la ventana a la mesa y de la mesa a la ventana. Con esa información, la hipótesis que nos parecerá más razonable o verosímil es que haya entrado el gato del vecino y haya robado nuestro pescado. Sabemos que los gatos se pirran por el pescado y, además, ya puestos a pensar, recordamos que el gato del vecino suele andar medio famélico y, además, no es la primera vez que entra furtivamente en nuestra casa y se come alguna cosa. Fuera de eso, también tomamos en consideración que con nosotros vive mi abuela y que últimamente anda a dieta y en ocasiones no se contiene. También ella podría haberse comido el pez aprovechando algún descuido nuestro. Pero esta hipótesis nos parece mucho menos creíble que la del gato, pues, por ejemplo, a la abuela hace rato que no la oímos andar por la casa y, sobre todo, las pisadas de gato ahí están a la vista. Podrían hacerse muchas más conjeturas, como que ha descendido un marciano de su platillo volante en nuestro jardín y se ha apoderado del pescado, o que está en curso un auténtico milagro divino, esta vez el de la desaparición de panes y peces, entre estos el nuestro. Mas si somos normales y no hemos sido “abducidos” por alguna extraña secta, no otorgaremos ninguna verosimilitud a estas dos últimas explicaciones.
El caso con el que vamos a trabajar fue resuelto en primera instancia en la sentencia 406/2017 de la Audiencia Provincial de Asturias, en apelación por el Tribunal Superior de Justicia de Asturias, Sala Civil y Penal, Sección 1ª, sentencia 6/2018 y en casación por el Tribunal Supremo, Sala Penal, sentencia 162/2019. Recayó sentencia condenatoria en las tres instancias.
Aquí vamos a prestar atención a la cuestión probatoria en la primera sentencia. Al final de este escrito se hará breve alusión al tratamiento que el asunto recibió en apelación y casación.
El debate gira en torno al delito contra los derechos de los trabajadores tipificado en el artículo 311 del Código Penal español, que en la parte que nos interesa reza así:
Hace unos días, el Ministro Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en México, dijo en una comparecencia pública que “hay un profesor español que ahora es muy socorrido y que dice que la proporcionalidad no se debe utilizar, que eso es totalmente subjetivo, y critica a todas las cortes que tenemos un criterio garantista”. No nos revela quién es dicho profesor socorrido, pero yo sí voy a decir el nombre del Ministro Presidente, a quien alguna vez tuve el gusto de tratar. Se llama Arturo Zaldívar Lelo de Larrea.
Como pudiera ser yo mismo el socorrido profesor en cuestión, dado mi gusto por criticar el uso que muchos altos tribunales hacen de los principios y su ponderación, me voy a permitir, desde el mayor respeto y la más estricta consideración personal, comentar esas ideas que expresó el Ministro Presidente, pues creo que el modo espontáneo en que las expuso pudo provocar imprecisión y ser fuente de malentendidos, tanto en lo referente a lo que algunos oponíamos como en lo que respecta a lo que el propio doctor Zaldívar habrá querido decir.
Me referiré a la idea de proporcionalidad, a su papel en la práctica jurídica y a lo que puede significar el llamado garantismo.
Las normas prototípicas que regulan conductas tienen una estructura condicional, con antecedente y consecuente. El antecedente es el supuesto de hecho de la norma y el consecuente es la consecuencia jurídica que la norma prescribe para cuando el antecedente s realiza. Ese artículo 138 del Código penal que tipifica como delito el homicidio podemos entenderlo perfectamente así:
Si una persona mata a otra (antecedente), entonces debe ser castigada con pena de diez a quince años.
Muchas normas tienen claramente esta estructura o son fácilmente comprensibles bajo esa estructura. Pero encontramos enunciados normativos en los que eso no parece tan fácil. Veamos algunos, tomándolos de la Constitución española, aunque no sólo en las constituciones hay enunciados normativos de tal guisa.
– Artículo 1.1: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
– Artículo 10.1: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”.
– Artículo 18: “Se garantiza el derecho al honor…”
– Artículo 39.1: “Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia”.
– Artículo 44.1. “Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho”.
En el Estado constitucional y democrático de Derecho se presupone que sus ciudadanos muy mayoritariamente asumen que la moral es de cada uno, pero el Derecho es de todos. Que la moral sea de cada uno lo garantizan nuestras mismas constituciones al dotar de protección nuestras libertades de opinión, creencia, información y expresión, entre otras, y al darnos derechos políticos que nos permiten llevar esas diversas ideas al terreno de la deliberación pública y la decisión legislativa de base parlamentaria y democrática. Pero si cada ciudadano tiene derecho a tener y cultivar sus creencias morales y a vivir según ellas en lo que no dañe a otros o impida su igual derecho, por definición no hay una sola moral constitucional. No cabe una confesionalidad moral de este Estado moralmente pluralista, igual que no cabe una confesionalidad moral del Estado que se tome en serio la libertad religiosa de sus ciudadanos, de un Estado religiosamente pluralista.
De la misma manera que en las cuestiones sobre las que haya opiniones diversas entre ciudadanos con diferentes credos religiosos, o sin ninguno, no puede una corte constitucional decidir que tal o cual solución es la única constitucional porque es la que se corresponde con los postulados de la verdadera fe, no puede propiamente un tribunal constitucional tomar, frente al legislador, partido por una determinada concepción moral del matrimonio, el aborto, la propiedad privada, los préstamos a interés o la educación de los menores, por ejemplo, como si tal concepción moral fuera la única constitucionalmente exigida o la única con la Constitución compatible.