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Deducciones, inducciones y abducciones en el razonamiento jurídico probatorio

Juan Antonio García Amado

1. Cómo es un razonamiento abductivo

                Desde que Peirce se ocupara del razonamiento abductivo como distinto del deductivo y el inductivo, se viene caracterizando la abducción como “una forma de razonamiento (…) por medio de la cual se selecciona tentativamente como la más razonable aquella hipótesis, de entre las que compiten entre sí, que, a criterio del investigador, mejor compatibilidad muestra con los datos disponibles”[1].

                Tenemos un hecho que nos plantea un enigma. Por ejemplo, ha desaparecido el pescado que teníamos en la mesa de la cocina, recién cocinado y listo para comer. Nos preguntamos y nos interesa saber quién se lo habrá llevado. Lo primero que observamos en la “escena del crimen” es que la ventana había quedado abierta y que hay huellas de gato que van de la ventana a la mesa y de la mesa a la ventana. Con esa información, la hipótesis que nos parecerá más razonable o verosímil es que haya entrado el gato del vecino y haya robado nuestro pescado. Sabemos que los gatos se pirran por el pescado y, además, ya puestos a pensar, recordamos que el gato del vecino suele andar medio famélico y, además, no es la primera vez que entra furtivamente en nuestra casa y se come alguna cosa. Fuera de eso, también tomamos en consideración que con nosotros vive mi abuela y que últimamente anda a dieta y en ocasiones no se contiene. También ella podría haberse comido el pez aprovechando algún descuido nuestro. Pero esta hipótesis nos parece mucho menos creíble que la del gato, pues, por ejemplo, a la abuela hace rato que no la oímos andar por la casa y, sobre todo, las pisadas de gato ahí están a la vista. Podrían hacerse muchas más conjeturas, como que ha descendido un marciano de su platillo volante en nuestro jardín y se ha apoderado del pescado, o que está en curso un auténtico milagro divino, esta vez el de la desaparición de panes y peces, entre estos el nuestro. Mas si somos normales y no hemos sido “abducidos” por alguna extraña secta, no otorgaremos ninguna verosimilitud a estas dos últimas explicaciones.

                Parece lo más probable, con diferencia, que haya sido el gato; pero a lo mejor en verdad fue la abuela. Nuestra hipótesis era racional y razonable, pero puede ser falsa. Según la importancia que le demos al asunto, según la relevancia que tenga para nosotros, nos tomaremos mayores o menores molestias para ver, dentro de lo posible, si la hipótesis del gato se confirma o es refutada. Por ejemplo, miraremos bien el jardín, por si acaso al gato se le cayó el pez o algún resto de él durante la huida, interrogaremos minuciosamente a la abuela para averiguar qué ha estado haciendo y donde se había metido durante la última media hora, nos fijaremos en si calza zapatos o unas zapatillas nada ruidosas que hayan podido amortiguar el sonido de sus pasos… Al final nos convenceremos más de que al ladrón fue el gato o nos asaltarán las dudas; puede, incluso, que lleguemos a la certeza opuesta: pese a todos los indicios, el pescadito se lo había zampado la abuela.

                ¿En qué caso iremos a quejarnos al vecino por comportamiento de su minino? Dos factores nos van a condicionar a la hora de tomar esa decisión: uno, lo que nos importe nuestra buena relación con él; otro, el grado de convicción que hayamos alcanzado de que con nuestra hipótesis de la autoría gatuna estamos en lo cierto. Cuanto más nos importe no molestar al vecino ni ofenderlo, más certeza de nuestra hipótesis (y, correlativamente, más certeza en el descarte de las hipótesis alternativas) necesitaremos para dar el paso de ir a cantarle las cuarenta.

                El esquema de esta pequeña historia ilustrativa se adapta como anillo al dedo al razonamiento judicial sobre la prueba de los hechos decisivos del caso. Ocurrió algo que puede ser delictivo y se debe establecer si lo hizo el acusado o no. Es acusado precisamente porque contra él hay desde el principio ciertos indicios racionales de delito. Pero hay que contrastar esa hipótesis para ver si se confirma o es refutada.

2. Los sistemas jurídicos no permiten que sobre pruebas se razone de cualquier manera

                Para cada sector del derecho los propios sistemas jurídicos regulan tres aspectos principalísimos de esa actividad “probatoria”:

                (i) Quién puede formular hipótesis y quién puede aportar datos para respaldar la hipótesis suya o refutar la ajena.

                (ii) Con qué tipo de datos se pueden o no formular, respaldar o refutar las hipótesis.

                (iii) Qué umbral de convicción o certeza debe alcanzar el juzgador para dar una hipótesis por confirmada y cómo debe decidir si no llega a ese umbral mínimo de convicción. Dicho umbral de convicción o certeza subjetiva se pone en cada sector del derecho en función de los valores que en él se consideren preferentes.

                Lo primero se relaciona con la regulación de quién o qué partes en el proceso pueden proponer pruebas y decidir sobre su práctica. Lo segundo alude a la regulación de las pruebas admisibles e inadmisibles y de las consecuencias de la práctica de pruebas inadmisibles en según qué procesos. En este momento nos centraremos en el tercer asunto, el relativo a la regulación de los umbrales de certeza en el juicio sobre los hechos o razonamiento probatorio.

                Sabemos que el esquema final del razonamiento judicial ordinario es subsuntivo. Para que esa subsunción o encaje de los hechos del caso bajo la norma sea posible han tenido que suceder tres cosas: una, que los hechos hayan quedado establecidos, en lo que sean relevantes para la decisión del caso, con el requerido grado de certeza; dos, que se haya precisado lo que de relevante dice la norma para esos hechos del caso. Y, tres, que la norma así interpretada y los hechos así tenidos por probados se acomoden: que los hechos del caso hayan quedado encajados bajo el supuesto de hecho de la norma.

                En el razonamiento sobre los hechos del caso se incorporarán datos cuya verdad es o se toma por indiscutible y otros respecto de los que solamente cabrá elaborar hipótesis para las que se requiera un determinado grado de confirmación (o de no refutación, si operan presunciones destruibles mediante prueba en contra, presunciones iuris tantum). En nuestra vida ordinaria sucede de la misma forma. Por ejemplo, es sábado por la mañana y A constata que en ese momento B se encuentra ante él en la puerta de su casa. ¿Puede A tomar por verdad lo que sus sentidos le indican (que allí delante está B), sobre la base de otras informaciones que parecen bien seguras (que hoy es sábado…)? Sí, aunque pueda estar en un error. Pero de ese error es bastante fácil salir, en circunstancias normales.

                Pero A puede sacar más conclusiones. Por ejemplo, ha observado que cada sábado B lo visita en su casa. Concretamente, durante los últimos cincuenta sábados allí ha aparecido B, sin una sola excepción. Con lo cual el sábado próximo A podrá estar convencido de que B lo visitará una vez más. Pero a lo mejor se equivoca. ¿Qué razonamiento habrá realizado A? Una inducción. Parafraseando el ejemplo famoso de Peirce, podemos decir que si yo sé que un saco tiene mil alubias, extraigo novecientas y veo, sin excepción, que son blancas, puedo afirmar, con base inductiva, con apoyo en esas constataciones individuales, en esos juicios individuales anteriores, que todas las alubias de ese saco son blancas. Pero puede haber una que sea negra y que aparezca la penúltima o la última. ¿Habría resultado falso mi juicio? Sí, habría quedado refutado en su verdad. ¿Habría sido incorrecto? Depende.

                Un ejemplo más. Si A está casado con B desde hace treinta años y durante esos treinta últimos años B ha regalado a A una corbata por su cumpleaños, y si el año mañana es nuevamente el cumpleaños de A, ¿qué esperará A que B le regale mañana con tal motivo? Pues, por supuesto, una corbata. A tiene base inductiva, base experimental más que suficiente para tal expectativa y piensa así:

                Si es mi cumpleaños, B me regala una corbata

                Es mi cumpleaños

                B me regala una corbata.

                Ese es un razonamiento deductivo correcto. Ahora bien, la corrección formal de tal razonamiento no es garantía ninguna de que esta vez B regale a A una corbata. Sin embargo, todos diríamos que la expectativa que A tiene es muy racional, pues se basa en la larga experiencia previa: todos los cumpleaños anteriores, treinta, sin excepción. Así pues, A confía en la verdad de la tesis formulada en la premisa primera (Si es mi cumpleaños, B me regala una corbata) porque la avala la experiencia. Pero eso no es una relación causal inexorable, como la que se da entre el calentar el agua a cien grados y el entrar el agua en ebullición. A tiene una firme base para pensar que una vez más le regalará B una corbata por su cumpleaños, pero no hay una relación determinística o insoslayable entre el cumpleaños de A y el regalo de una corbata por B. Así pues, esa expectativa de A es muy razonable, pero puede resultar frustrada, puede ocurrir que esta vez no le regale B una corbata.

                Ahora pongamos que, en efecto, en esta oportunidad B regala a A un ramo de flores. A queda un tanto perplejo y se pregunta por qué el regalo no fue la esperada corbata, sino este otro tan distinto. Y aquí es donde echará mano de todos los datos de que disponga y comenzará a formular conjeturas. Y combinando esos datos y sopesándolos, acabará formulando la conjetura que le parezca más convincente; por ejemplo, que B está decepcionada porque ya nunca se pone B corbatas. Es la conjetura que parece a A más verosímil sobre la base de los datos que pudo acumular en su “investigación”. Pero que sea la hipótesis o explicación más razonable para A no quiere decir que sea necesariamente cierta.

                Así pues, la inducción, que permite concluir sobre un hecho a partir de regularidades previas conocidas (por ejemplo, en todos los treinta años anteriores el regalo fue una corbata) y la abducción, que permite construir las explicaciones más razonables o convincentes para un evento puntual que nos plantea un enigma (por qué esta vez B no regaló una corbata) pueden ser más o menos razonable según lo extensa y fiable que sea su base, los datos en que se apoyen, pero siempre pueden desembocara en conclusiones erróneas. Y en un razonamiento deductivo la corrección formal de la conclusión es perfectamente compatible con la falsedad de las premisas.

                Así pues, la conclusión de un razonamiento sólo es plenamente segura cuando está completamente demostrada la verdad de las premisas y excluida la posibilidad de la excepción. Es seguro que cada día el sol sale por el Este, y lo es no por el tipo de razonamiento que hagamos, sino porque está empíricamente demostrado que es así sin excepción.

3. La certeza exigida depende de la importancia de lo que nos juguemos

                Volvamos al ejemplo de la visita de los sábados.

Según el tipo de actividad en que nos desenvolvamos será usual exigir una mayor o menor base para los juicios inductivos. Nadie dirá que no es racional la conclusión de A de que el sábado que viene B también lo visitará, aunque pueda resultar esa hipótesis refutada, y nadie sostendrá que si yo soy cocinero y voy a hacer una gran fabada con alubias blancas, es más que suficiente la base para afirmar que todas las del saco son alubias blancas y echarlas así a la cazuela sin esperar a haberlas visto una a una hasta la última. En cambio, si yo fuera un científico y estuviera haciendo algún experimento, se consideraría que no me atengo a los patrones del método científico y que hago una inferencia inapropiada como inferencia científica si no me tomo la molestia de mirar todas y cada una de las mil alubias del saco. En otras palabras, a la hora de aceptar verdades basadas en un sustrato de experiencias individuales anteriores, la ciencia es mucho más exigente que la actividad ordinaria.

                A lo mejor A quiere hacer algo distinto de prever con bastante certeza si B lo visitará el sábado siguiente. Puede que A esté buscando una explicación de esas visitas, que se pregunte por qué B va a verlo sábado tras sábado. A empieza a plantearse hipótesis: que puede que sea porque B se aburre los sábados en su casa propia, o porque B quiere ganarse su confianza por alguna turbia razón, o porque B está enamorado de A y solo quiere estar junto a él todo el tiempo posible… Entonces A empieza a atar cabos, ligar ese hecho primero (la visita semanal en sábado) con otros hechos de los que tiene constancia: que B siempre aparece con un regalo para A, que se ruboriza cuando se encuentran, que le repite que se siente muy solo, que le insiste en que a veces sueña con él. Con todos esos “indicios” juntos, será razonable que A concluya que B está enamorado de él. Con todo, puede tratarse de un simpático error y resultar a la postre refutada esa conjetura del enamoramiento: mismamente, B llegaba los sábados porque ese día siempre prestaba su casa a un amigo y no tenía otro sitio a donde ir.

                A formuló para sus adentros una hipótesis no exenta de fundamento en datos de la experiencia, le pareció que esa era la mejor y más probable explicación de la conducta de B. ¿Fue irrazonable A? Depende de con qué fin anduviera trazando sus hipótesis. Si, por ejemplo, era simple curiosidad y en el fondo poco le importaban los móviles de B y poco iba a cambiar la vida de A si acertaba o se equivocaba, su hipótesis resultaba más que razonable y no habría por qué pedirle mejores cálculos o mayores comprobaciones. En cambio, si la razón de fondo por la que A busca explicación es porque él mismo está enamorado de B y dispuesto a proponerle matrimonio en caso de que ese amor sea correspondido, sería esperable y razonablemente exigible que fuera más exigente y cuidadoso al trazar sus hipótesis y al someterlas a verificación o refutación mediante el acopio de datos e indicios.

4. En la prueba procesal la inducción y la abducción juegan diferentemente de en la prueba científica

                El razonamiento mediante el que se busca la mejor explicación posible o la hipótesis más verosímil o probable como respuesta a un enigma que en un caso particular que queremos resolver es el razonamiento abductivo, la abducción. En un proceso judicial, uno penal, por ejemplo, el enigma puede el de si A mató a B. Si lo mató, se le debe condenar a la pena establecida. Pero el umbral de convicción o certeza subjetiva que del juez se requiere sobre la culpabilidad del acusado es máximo. Así lo requieren la acción combinada de estas dos reglas de juicio: la presunción de inocencia y el in dubio pro reo. En otras áreas del derecho no se exigen grados tan alto de certeza para la hipótesis que pueda tomarse por ganadora.

                En realidad, en el proceso penal no se da preferencia a la hipótesis más fundada, sino que se trata de la contrastación posible de la hipótesis acusatoria. No empieza el proceso si no hay indicios racionales de criminalidad, es decir, si no parece verosímil la comisión del delito en cuestión por el acusado. Y mediante la práctica de la prueba se trata de valorar si esa hipótesis se confirma con certeza del juzgador. Si no se confirma la hipótesis acusatoria -valiéndose de medios de prueba válidos y de su práctica debida- el juez debe absolver. Mas dicha absolución no significa que se tenga por mejor fundada la hipótesis contraria, la de la inocencia del acusado. No, la absolución nada más que implica que, ya que no se ratificó lo bastante la hipótesis culpabilística, la inocencia del acusado se presume. El acusado absuelto no es necesaria o probadamente inocente, su inocencia no ha tenido por qué confirmarse: basta que no se haya confirmado sin lugar a dudas la hipótesis de su culpabilidad.

                Es innegable que en los procesos judiciales las pruebas se organizan para la averiguación de la verdad. Pero sólo en lo que la verdad importe y para lo que importe la verdad. Para los sistemas jurídicos y jurídico-políticos la verdad es valor principal, pero no valor único o siempre preponderante. Por eso la regulación que se hace es doble: cómo establecer la verdad mediante la práctica de pruebas y cómo gestionar el riesgo de error en la apreciación de la prueba. 

                Una de las diferencias entre prueba y averiguación de los hechos en la ciencia y en el derecho, diferencia de grado, está en lo siguiente: mientras que en la ciencia está desregulado el contexto de descubrimiento, pero más reglado el contexto de justificación, en Derecho sucede más bien a la inversa.

En el caso de la ciencia existen unas pautas metodológicas bien estrictas en lo que se refiere a cómo determinar experimentalmente la verdad de una tesis científica, mientras que se deja amplio margen a la intuición o la concurrencia de cualesquiera factores a la hora de establecer las hipótesis y conjeturas de partida. En cuanto al derecho, al proceso judicial, en el contexto de justificación impera modernamente el principio de libre apreciación de la prueba, que no deja libérrima disposición al juez ni exonera de ciertos requerimientos administrativos, pero que sí desconecta bastante su juicio de las exigencias de una justificación plenamente demostrativa. En cambio, lo que aparece fuertemente regulado es el equivalente al contexto de descubrimiento: quién puede sentar ante los jueces y tribunales las “hipótesis” de partida, bajo la forma de acusación o demanda o como respuesta a las mismas, bajo qué condiciones se puede admitir que hay caso para enjuiciar y probar, quién puede proponer pruebas y cómo deben practicarse, qué pruebas no son lícitas ni, por tanto, practicables, aunque pudieran resultar plenamente demostrativas de la verdad de hechos cruciales del caso, cómo se reparte la carga de probar entre quienes afirman o niegan determinados hechos y en qué casos debe vencer uno u otro si la otra parte no ha probado lo que le correspondía, etc.

En la ciencia experimental la abducción o reducción a la mejor explicación vale para proponer hipótesis, pero no para dar hechos por probados, pues sólo son probados los hechos empíricamente demostrados. En cambio, en el proceso judicial, y especialmente en el penal, se requiere alta verosimilitud inicial de la hipótesis delictiva para que se abra la fase de juicio, pero la abducción puede bastar como final del razonamiento probatorio del juez.

                Con dicho condicionamiento regulativo de los resultados posibles del proceso probatorio y con esa limitación de la verdad como único objetivo del proceso, se difuminan un tanto las tradicionales contraposiciones entre derecho sustantivo y derecho procesal, al menos derecho procesal referido a la prueba y su práctica. Cuando el litigio jurídico envuelve una disputa sobre el acaecimiento o no de ciertos hechos en un momento pasado, el sistema jurídico liga la solución no meramente o únicamente a la verificación o prueba de dichos hechos en discusión, sino que también se dispone solución para el caso de que los hechos no resulten probados por la parte que tiene la carga de la prueba, o para el caso de que sí sean probados, pero mediante pruebas ilícitas o, incluso, la solución depende de que puedan entrar en juego las pruebas pertinentes porque no se haya infringido ningún precepto relativo a formas y plazos para algún trámite.

La verdad es objetivo principal, aunque no único, del derecho probatorio[2], pues no tiene sentido imaginar la práctica de la prueba si no es vinculada a la búsqueda de la verdad de los hechos en disputa; pero si la verdad fuera el objetivo único del proceso judicial, tendría que desaparecer, paradójicamente, el Derecho procesal: gran parte de sus normas, incluidas algunas de las referidas a las pruebas y su praxis, suponen trabas a la correlación entre decisión del litigio y verdad de los hechos que están en la base del litigio.

En la ciencia natural, por ejemplo, no hay límite ni temporal ni material para la prueba experimental y no podrá tenerse por probada una hipótesis mientras no se haya logrado base empírica suficiente como para pensar muy razonablemente que dicha tesis es verdadera sin excepción. Lo que entendemos por ciencia natural no existiría si hubiera un “derecho procesal de la ciencia”: normas que permitieran declarar verdadera una tesis nada más que por el paso de un plazo sin que la refute el llamado a refutarla o porque no se propuso a tiempo la lista de los experimentos probatorios o porque hay experimentos prohibidos cuyas demostraciones cuentan como no existentes, aunque sean demostraciones plenas y absolutamente rigurosas, etc.

                A estos propósitos son sumamente estériles y pesados los habituales debates entre tratadistas renovadores y procesalistas tradicionales sobre verdad-verdad y verdad procesal como objeto de la prueba procesal y del proceso mismo. Por supuesto que la prueba procesal y su regulación implican una preferencia de la verdad sobre la falsedad de los hechos en discusión. Si no fuera así, podrían contar como pruebas cosas tales como procedimientos de azar (lanzar una moneda al aire para decidir, según salga cara o cruz, si el acusado realizó o no la acción delictiva) o de adivinación (atender al “dictamen” del vuelo de los pájaros o de las vísceras de algún animal o invocar con la güija el espíritu del asesinado para que delate a su asesino). Pero qué duda puede también caber de que la limitación que el derecho probatorio hace de las pruebas posibles, de entre las que pueden ser objetivamente viables y demostrativas, y de los modos y plazos de la práctica de la prueba significan que aquella preferencia no es absoluta: en proporción importante cuenta, además de la verdad y junto a la verdad, la necesidad de resolver el conflicto en plazo razonable y de resolverlo sin provocar mayores atentados al sistema jurídico que los que se tratan de resolver.

Al tiempo de buscar la verdad, la ciencia no repara en gastos ni tiempos ni consecuencias para el sistema científico en su conjunto; el Derecho sí, el sistema jurídico mira cuánto costaría (en tiempo, dinero y ulteriores conflictos) salir completamente de dudas y trata, además, que en términos de respeto al sistema mismo el remedio no sea peor que la enfermedad. Por eso limita la búsqueda de la verdad en el proceso, aunque al proceso le importe tanto la verdad.

5. ¿Cómo se razona sobre pruebas y cuándo se puede concluir que algo está probado?

                Mi afirmación “Está probado p” puede tener muy distinta base epistémica. Supongamos este enunciado mío: “Está probado que Juan XX estuvo ayer a las seis de la tarde en el lugar L”. La base que puedo tener para tal afirmación puede ser, entre muchas posibilidades:

                (i) Yo estaba en L a esa hora y vi a Juan, a quien conozco bien, y hasta estuve hablando con él de asuntos que a los dos nos interesan.

                (ii) Cien personas, que conocen bien a Juan XX, me han contado que lo vieron en ese lugar y en ese momento.

                (iii) Dos personas, que conocen bien a Juan XX, me han contado que lo vieron en ese lugar y en ese momento.

                El grado de certeza o convicción que respalda mi afirmación “Está probado que Juan XX estuvo ayer a las seis de la tarde en el lugar L” es diverso en esos tres supuestos, muy alto en el primer caso y descendiendo en los siguientes. Pero cereza absoluta no puedo tener ni siquiera en el primer caso. Cuento lo que me pasó realmente ayer mismo, un día antes de escribir estas líneas, por tanto. Me hallaba en un mercado y vi a una mujer que me es muy conocida, con la que trabajé durante años y con la que mantengo una cordial relación. Me dirigí a ella y le hablé con amabilidad. Pero ella me respondió: a mí no, a esa de allí. Perplejo, miré hacia donde me señalaba y vi a otra mujer perfectamente idéntica a la anterior. Había que fijarse muchísimo para diferenciarlas. Eran hermanas gemelas. Yo no sabía o no recordaba que mi conocida tenía una hermana gemela. Si la primera hubiera callado y me hubiera seguido el saludo y la trivial conversación consiguiente, yo habría podido jurar ante cualquiera que había estado hablando con mi conocida, sin sospechar que no era ella, sino su hermana.

                Cuando un científico o quien procede con método puramente científico intenta probar algo, lo comprueba por sí. El forense que certifica la muerte de una persona comprueba por sí, con arreglo a las pautas objetivas correspondientes, que efectivamente esa persona está muerta. En cambio, el juez que juzga del caso generalmente no ve el cadáver, sino la certificación del forense. Fuera de los casos puntuales de inspección ocular, el juez reconstruye todos los hechos y su prueba mediante impresiones de otros o con datos que indican algo sobre lo que en un momento pasado ocurrió. Por tanto, la labor del juez en materia de los hechos y su prueba es mucho más reconstructiva que constatativa: no se constata lo que con toda certeza ocurrió, sino que se reconstruye lo que probable o verosímilmente pudo haber ocurrido. Fuera de algunos datos atinentes a los hechos de base (v.gr., que X está muerto) el juez no constata o sabe con seguridad plena, absoluta o cuasi absoluta, sino que infiere, concluye o establece una explicación a partir de una serie de datos de los que dispone y que han sido aportados en la práctica probatoria.

                Importa que afinemos la observación y las distinciones. Ante todo, tenemos que diferenciar dos tipos de pruebas: las que por sí, directamente y de modo discutible constatan un hecho relevante del caso y las que versan sobre un hecho relacionado con un hecho relevante del caso. Ejemplo de lo primero es la prueba de que José está muerto: el propio juez ha visto el cadáver semidescompuesto ya, el forense ha certificado la defunción y la prueba de ADN da cuenta indubitada de la identidad del sujeto fallecido. Ejemplo de lo segundo serán todas las pruebas referidas a la conducta del acusado de matar a José y de su actitud subjetiva.  A las primeras las podemos llamar pruebas terminantes y a las segundas pruebas no terminantes (¿mejor “prueba por indicios”?).

                Cuando se trata de pruebas terminantes, el enunciado “Está probado p” equivale a “Está plena y rigurosamente demostrado p”. O, más ampliamente: siempre que se dan las circunstancias C1…Cn ocurre p; en este caso se dan las circunstancias C1…Cn; por tanto, en este caso ocurre p.

                Como vemos, el razonamiento de base en la prueba terminante tiene una estructura deductiva.

                En cambio, cuando se trata de pruebas no terminantes hablamos de inferencias no deductivas. Esto es, a partir de la concurrencia de las circunstancias C1…Cn establecemos la convicción de que se ha dado p, pero sin que podamos mantener que siempre que concurren esas circunstancias C1…Cn acontezca necesariamente p.

                Así: puesto que José ha muerto de una puñalada en el corazón, puesto que Juan ha sido visto por tres testigos cuando clavaba a José un cuchillo en el pecho, puesto que el cuchillo homicida llevaba las huellas dactilares de Juan, nos convencemos de que Juan mató a José.

                En las pruebas terminantes nos hallamos ante una conexión necesaria entre el hecho que indubitadamente conocemos y el hecho asociado que tratábamos de averiguar o probar. Si la prueba de ADN indica sin margen posible de error la paternidad y si de la práctica con todas las garantías de esa prueba resulta que X es el padre de Y, del hecho probatorio que conocemos (el resultado de la prueba de ADN) deducimos la verdad plena del hecho que se trataba de probar (que X es el padre de Y). En las pruebas no terminantes la conexión entre los datos probatorios y el hecho a probar no es necesaria, aunque pueda ser muy probable: de los hechos probados consistentes en que José murió de una puñalada en el corazón, de que dos testigos aseguran que vieron a Juan apuñalando a José, de que el cuchillo que mató a José llevara las huellas de Juan no se desprende con necesidad plena que Juan matara a José. Simplemente esos hechos probados funcionan como indicios muy convincentes de que probablemente Juan mató a José.

                ¿Qué quiere decir que esos hechos probados funcionan como indicios muy convincentes de que Juan matón a José? Lo siguiente: que contando nada más que con esos hechos probados y contando con esos tres hechos probados, no resulta verosímil o creíble una hipótesis distinta sobre la causa y la autoría de la muerte de José. Por eso la prueba que también podemos llamar por inferencia no deductiva es una prueba no propiamente demostrativa, sino una prueba de carácter hipotético. Ahí, “probado p” (probado que Juan matón a José) significa esto: “con los datos que tenemos, no contamos con más hipótesis razonable y convincente que la de que Juan mató a José”.

                Ese tipo de razonamiento es el que, desde Peirce, suele denominarse abducción, razonamiento abductivo, para diferenciarlo del deductivo y el inductivo.

Permítase un ejemplo más. Comparemos dos tipos de procesos por homicidio. En el primero, que llamaremos P1, ha aparecido el cadáver, cadáver que ha sido identificado con toda certeza. En el segundo, P2, hay juicio por homicidio, pero el cadáver no se ha encontrado. En un juicio por homicidio el hecho de base es la muerte de una persona, la conducta objetiva consiste en que una persona provocó esa muerte con su conducta, y la actitud subjetiva se refiere a las actitudes de quien llevó a cabo esa conducta consistente en matar al otro. En un juicio por homicidio doloso, por ejemplo, hace falta que queden probadas las tres cosas: que hay muerto, que lo mató el acusado y que lo hizo con una actitud intencional, con dolo[3]. El grado de certeza probatoria puede ser distinto en cada uno de estos apartados, pero si un grado mínimo de certeza en el paso previo no se puede ir al siguiente.

                En P1 no hay problema probatorio en el primer paso: las pruebas (visión del cadáver, certificación médica de fallecimiento, pruebas de su identidad…) de que esa persona está muerta son perfectamente concluyentes, sin lugar a discusión. En cambio, en P2 (no ha aparecido cadáver) la prueba de que una persona ha muerto sólo puede ser una prueba no terminante, basada en indicios sólidos, pero no ciento por ciento demostrativos: nadie ha vuelto a ver a esa persona, se han encontrado rastros de su sangre en cierto lugar, uno de los acusados ha confesado que la mató… Cuantos más y más fiables sean estos indicios, más respaldada estará la afirmación “Está probado que X murió”.

                Comparemos estos dos razonamientos. Los llamaremos R1 y R2.

R1:

                (1) Siempre que un médico forense certifica que un cuerpo humano está muerto, ese cuerpo humano está muerto

                (2) El médico forense M ha certificado que el cuerpo humano C está muerto

                (3). El cuerpo humano C está muerto

En (1) está la base de la prueba, en (2) el enunciado probatorio y en (3) la conclusión probatoria.

R2:

                (1) Siempre que un sujeto confiesa que mató a otro, este está muerto

                (2) A ha confesado que mató a B

                (3) B está muerto

                De nuevo (1) es la base de la prueba, en (2) está el enunciado probatorio y en (3) se contiene la conclusión probatoria.

                La estructura formal de R1 y R2 es la misma, son razonamientos deductivos correctos. Pero, más allá de ese dato puramente formal, vemos en los contenidos una diferencia evidente: mientras que en R1 la base de la prueba (1) puede tenerse por verdadera en todo caso, en R2 la base de la prueba (1) no puede tenerse por verdadera en todo caso.

                Un razonamiento probatorio es demostrativo y meramente deductivo cuando se dan las circunstancias siguientes:

                (i) La base de la prueba está constituida por un enunciado cuya verdad no se discute[4].

                (ii) El enunciado probatorio es (considerado sin discusión) verdadero

                Sentada así la verdad material de las premisas, dicha verdad se traslada a la conclusión probatoria. En R1, se da por sentado el hecho de base: hay un muerto.

                ¿Qué sucedía, en cambio, con R2? Que la base de la prueba es materialmente discutible. ¿Por qué? Porque no son descartables casos en los que una persona confiese que mató a otra y, sin embargo, no la haya matado. Puede esa persona que declara estar equivocada sobre las consecuencias de su acción (creyó que había matado al otro, pero este solo estaba herido y logró escapar y curarse), puede estar encubriendo su desaparición voluntaria, etc. Dado que la base probatoria (1) no es concluyente, de nada sirve que el enunciado probatorio (2) sea verdadero: la conclusión probatoria no puede considerarse demostrativa, o suficientemente demostrativa. Igualmente, la conclusión probatoria pierde valor demostrativo cuando es discutible la verdad de (2) (por ejemplo, porque resulte dudoso que A verdaderamente haya confesado que mató a B).

                En un proceso judicial existen problemas de prueba cuando resultan razonablemente discutibles o bien la base probatoria o bien el enunciado probatorio. Y no olvidemos que ese problema de prueba puede versar (en un proceso penal estándar) sobre, al menos, uno de estos tres aspectos: los hechos de base, la conducta objetiva del acusado y la actitud subjetiva del acusado.

                Volvamos a aquella situación en la que tenemos un proceso por homicidio (o asesinato), pero sin cadáver. A es el acusado de haber matado a B, pero el cadáver de B no ha aparecido, no hay constancia plena de que B está muerto, como sí la habría si, sobre el cadáver de B, se hubiera certificado sin lugar a dudas su fallecimiento y su identidad (era B y estaba muerto). Estamos ante la necesidad de probar lo que hemos llamado el hecho de base del delito de homicidio consumado: que haya un muerto. No tenemos pruebas concluyentes, resultantes de la conjunción de base probatoria verdadera y enunciado probatorio verdadero. ¿Significa esto que, en tal situación, en modo alguno podrá un juez o tribunal estimar probado el hecho de base, es decir, que B está muerto? No, no es esa la conclusión a la que necesariamente se ha de llegar.

                Supongamos que no hay cadáver, pero sí existen los siguientes hechos probatorios:

                (i) El acusado, A, ha confesado en el juicio que mató a B en su casa, la de A.

                (ii) Un acusado de cómplice o cooperador necesario de A ha confesado que él vio el cadáver de B y ayudó a hacerlo desaparecer.

                (iii) En la casa de A se encontraron restos de sangre y piel de B.

                (iv) Un vecino declaró que la noche de autos había visto a A y a B arrastrando por la calle y hacia un coche un bulto que podría ser el cadáver de una persona.

                (v) Por supuesto, no consta que, desde la noche de autos, nadie haya vuelto a ver con vida a B.

                La pregunta, entonces, sería esta: ¿es verosímil pensar que pueda B no estar muerto? Sabemos que, si hubiera aparecido su cadáver, no tendría ni el más mínimo sentido creer que no estaba muerto. Pero, en con esos enunciados probatorios verdaderos (es verdad y no se discute que A confesó lo que figura en (i), que su cómplice confesó lo que figura en (ii), etc.), ¿podemos o no podemos estar razonablemente convencidos de que B está muerto o es razonable -sólo con esos datos y en ausencia de otros enunciados probatorios de un signo o de otro- la duda de si lo estará o no?

                Para concluir que sí está probado el hecho de base, que B está muerto, habremos hecho, aquí, un razonamiento abductivo. El razonamiento abductivo o abducción es aquel que también se llama como de la mejor hipótesis: consideramos que X sucedió si, con los datos con que contamos no cabe una hipótesis alternativa (que X no sucedió) razonable y creíble. Dado lo que sabemos del mundo (las famosas máximas de experiencia de las que hablan los tribunales y los procesalistas) y dados los datos que tenemos de este caso (que A confesó tal cosa, que un testigo dijo tal otra, etc.) no nos resulta razonable más que una explicación posible sobre lo acontecido que tratábamos de averiguar: que B está muerto.

                Recapitulemos. Decíamos que un razonamiento probatorio es meramente deductivo cuando la verdad de la base probatoria no se considera discutible. Su estructura era esta:

                Si p, entonces q

                p

                Luego q

                q era lo que se quería probar. Es la premisa primera, la que enuncia lo que llamamos la base probatoria, la que se tiene por expresión de una verdad no razonablemente discutible. Si hay certificado de defunción, hay difunto, en nuestro ejemplo.

                En cambio, un razonamiento probatorio es abductivo cuando no se trata con (lo que se consideran) demostraciones, sino con indicios no terminantes y cuando a partir de una suma de indicios se concluye dando por buena la hipótesis que parece claramente más verosímil o razonable. Normalmente no diremos que el que un forense certifique que una persona está muerta es indicio de que efectivamente esa persona está muerta, sino que lo tendremos como demostración de que está muerta dicha persona. En cambio, el que en una habitación se encuentren rastros de sangre de una persona o el que un sujeto confiese que la mató se tendrán por indicios de que dicha persona puede estar muerta y probablemente esté muerta.

                En el fondo, el razonamiento probatorio abductivo es un tipo de razonamiento probabilístico, pero con la siguiente peculiaridad: a falta de demostración plena (o que pueda ser tenida por tal), se escoge una hipótesis probable como verdadera, pero porque ninguna hipótesis alternativa puede presentarse como razonable o verosímil, aunque en términos probabilísticos no sean plenamente descartables las hipótesis alternativas. La conclusión del razonamiento abductivo no es meramente la conclusión que recoge la explicación más probable, sino aquella que recoge reúne estas dos condiciones: a) es, con mucho, la más probable; b) ninguna explicación alternativa es verosímil o razonable, aunque no sea radicalmente imposible o completamente improbable.

                El “salto” peculiar de este tipo de razonamiento probatorio abductivo está en que funciona por acumulación de enunciados probatorios. Cada uno de los enunciados probatorios (que A confesó haber matado a B, que el cómplice confesó haber ayudado para hacer desaparecer el cuerpo de B, que un testigo haya visto…, etc.) no es por sí bastante para considerar demostrado el hecho que se trata de probar (que B está muerto), puesto que para ninguno de esos enunciados probatorios hay una base probatoria que le dé valor demostrativo (el enunciado probatorio “A confesó haber matado a B” no está respaldado por la base probatoria que dice que siempre que un sujeto confiesa haber matado a otro este efectivamente está muerto; etc.). Pero la acumulación de enunciados probatorios concurrentes y considerados verdaderos se considera fuente de una base probatoria verdadera para el caso, del siguiente tipo:

                Si concurren en el caso las circunstancias C1, C2, C3 y C4, entonces sólo tiene sentido pensar que es verdadero p

                En nuestro ejemplo: si el acusado A confesó que había matado a B, si el cómplice confesó que había ayudado a hacer desaparecer el cuerpo de B, si había restos de sangre de B en la casa de A y si un testigo declaró que había visto cómo la noche de autos arrastraban por la calle y hacia un coche lo que podría ser un cuerpo humano, entonces parece que sólo tiene sentido pensar que es verdad que B está muerto.

                Lo que ha cambiado es el orden por el que se sientan las premisas del razonamiento probatorio final. En el que hemos llamado razonamiento probatorio puramente deductivo, la premisa mayor (base probatoria) se toma como punto de partida verdadero y luego se subsume bajo ella la premisa individual, la premisa menor y, si encaja, se extrae la conclusión. En el razonamiento probatorio abductivo los pasos se invierten. Primero se cotejan los enunciados probatorios individualmente, para establecer su grado de verdad; en segundo lugar, se valora el grado de convicción o verosimilitud que para la prueba que se busca aporta la conjunción de los enunciados probatorios; en tercer lugar, se enuncia una base probatoria, según la cual, de una conjunción así de enunciados probatorios se sigue como explicación aceptable y razonable la verdad del hecho probado. A partir de ese instante, el razonamiento puede adoptar una estructura deductiva:

                (1) Cuando concurran las circunstancias C1, C2, C3 y C4 puede considerarse razonable y suficientemente probado p.

                (2) En el presente caso concurren las circunstancias C1, C2, C2 y C4.

                (3) En el presente caso puede considerarse razonablemente probado p.

¿Dónde radica, pues, la peculiaridad? En que en el razonamiento que hemos llamado puramente deductivo la premisa (1), la base probatoria, se estima verdadera (en el sentido de indiscutible) de antemano, por lo que tal razonamiento tiene un carácter que podíamos llamar meramente subsuntivo. Si, si p entonces q, constatado p, se seguirá q. Por el contrario, en el razonamiento probatorio abductivo se ha tenido que construir para el caso esa premisa (1), la base probatoria, y tiene que hacerse ver que no es razonable que no sea verdadera. Ahí, antes de establecer que si p, entonces q, ha tenido que ponerse de relieve que no es razonable o verosímil que si p, entonces no q (siendo siempre p una compleja conjunción de circunstancias C1…Cn).

6. Lo que importa la distinción entre inducción y abducción y hasta dónde alcanza

                Se discute mucho en la doctrina sobre si la llamada abducción es o no una variante de la inducción, tal vez una inducción más compleja. En verdad, para un jurista no tiene demasiada importancia que se conteste afirmativamente a eso o que se resalten las diferencias. Nosotros podemos entender, sin más, que la abducción es un modo de razonar con base en nuestra experiencia, como ocurre con el razonamiento inductivo, pero cuando se acumulan datos o informaciones que no valen propiamente para establecer regularidades de base empírica, inductiva, sino que exigen el examen de razonabilidad o verosimilitud de hipótesis explicativas alternativas.

                Si el acusado de un robo es cinco veces reincidente en delitos contra la propiedad y si tuviéramos datos fiables que dijeran que la probabilidad de que reincida nuevamente en tales delitos el que ya los cometió más de cinco veces es del noventa por ciento, contaríamos con una base inductiva grande para sospechar muy razonablemente que es culpable también de este delito, aunque alguna prueba incriminatoria más ha de concurrir. Pero si resulta que, además de con ese elemento de la reincidencia, tenemos entre los hechos probatorios que la pareja del acusado declara que ese día no salió de la casa de ambos, que los datos de localización de su teléfono móvil indican que no se movió ese día de su barrio, que ninguna cámara de seguridad de la zona lo captó y que la víctima dice que no está completamente segura de que sea él quien la asaltó, aunque sí mantiene que era un individuo de su complexión y calvo como él, lo complejo de ese escenario hace que no opere propiamente lo que podríamos llamar una base inductiva combinada, sino eso que se llama la reducción a la mejor explicación: ¿qué versión o hipótesis nos resulta más creíble o qué grado de verosimilitud le damos a cada hipótesis posible?

                Si, además, estamos ante un caso penal y el estándar de prueba es muy exigente, quiere decirse que no nos bastará que la hipótesis incriminatoria sea razonablemente verosímil, aunque también puedan ser razonablemente creíbles otras, sino que, para condenar, no debe ser razonablemente creíble ninguna otra explicación alternativa a la que hace del acusado autor del hecho que del que se le acusa.

                Por eso un buen abogado debe ser, entre otras cosas, un buen constructor de historias. No es que la práctica jurídica sea un mero juego de narraciones o que no quepan pautas objetivas y objetivables de racionalidad, pero se trata de que allí donde las valoraciones son a la postre determinantes, lleva cierta ventaja el que sabe construir explicaciones que tal vez a otros no se les ocurren o descartar hipótesis porque tienen puntos débiles que quizás los demás no vieron. Como si Holmes (Sherlock) supiera Derecho, además. Ustedes ya me entienden.


[1] Andrés Rivadulla, “Estrategias del descubrimiento científico. Abducción y preducción”, en: R. de Andrade Martins, etc. (eds.), Filosofia e História da Ciência no Cone Sul. Seleçao de Trabalhos do 6º Encontro, Campinas, Associaçao de Filosofia e História da Ciência do Cone Sul (AFHIC), 2010, pp. 122-123. Inmediatamente añade este autor algo que no se debe dejar de lado: “Teniendo en cuenta que, desde un punto de vista rigurosamente lógico, la abducción no es más que una forma maquillada de la falacia de la afirmación del consecuente, la naturaleza epistémica de una hipótesis abducida no deja de ser nunca falible. De forma que nuevos datos pueden aparecer que aconsejen su desplazamiento por otra, o su revisión más o menos profunda” (ibid., p. 123).

[2] Como explica Jordi Ferrer, “si parece claro ya que la averiguación de la verdad es el objetivo fundamental de la actividad probatoria en el proceso judicial, también lo es que ese no es el único objetivo (…). Decir que algo es la finalidad de una institución o actividad, no excluye que existan otras finalidades o propósitos. Y éste es el caso de la regulación jurídica de la prueba, que en muchos casos puede ser entendida como la imposición de excepciones a las reglas de la epistemología general en aras de la protección de otros valores que comparten protección jurídica con la averiguación de la verdad” (Jordi Ferrer Beltrán, La valoración racional de la prueba, Madrid, Marcial Pons, 2007, p. 31).

[3] Caben otras combinaciones, pero no se pretende aquí hacer una taxonomía de todos los supuestos posibles. Por ejemplo, si se trata de tentativa de homicidio lo que se ha de probar es que se intentó matar a alguien, que fue el acusado el que lo intentó y que lo hizo intencionalmente.

[4] Una precisión. No se discute la verdad del enunciado que contiene la base de la prueba o bien porque no pueden existir casos en que dicho enunciado no sea verdadero, o bien porque los casos posibles o imaginables en que ese enunciado no sea verdadero -en nuestro ejemplo: casos en que un forense certificó la muerte de un cuerpo que no estaba muerto- son perfectamente marginales, desdeñables, atípicos por completo y debidos a factores “anormales”. Quiere decirse que, salvo que concurran razones muy especiales, nadie se plantea la posibilidad de que dicho enunciado sea falso (que el forense haya certificado la muerte de quien está vivo).

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