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Reglas y principios

Juan Antonio García Amado

                Las normas prototípicas que regulan conductas tienen una estructura condicional, con antecedente y consecuente. El antecedente es el supuesto de hecho de la norma y el consecuente es la consecuencia jurídica que la norma prescribe para cuando el antecedente s realiza. Ese artículo 138 del Código penal que tipifica como delito el homicidio podemos entenderlo perfectamente así:

                Si una persona mata a otra (antecedente), entonces debe ser castigada con pena de diez a quince años.

                Muchas normas tienen claramente esta estructura o son fácilmente comprensibles bajo esa estructura. Pero encontramos enunciados normativos en los que eso no parece tan fácil. Veamos algunos, tomándolos de la Constitución española, aunque no sólo en las constituciones hay enunciados normativos de tal guisa.

                – Artículo 1.1: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.

                – Artículo 10.1: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”.

                – Artículo 18: “Se garantiza el derecho al honor…”

                – Artículo 39.1: “Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia”.

                – Artículo 44.1. “Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho”.

                La que seguramente es la teoría del derecho y constitucional más influyente de nuestros días, la de Robert Alexy, proclama que todas las normas jurídicas de cualquier sistema jurídico son o reglas o principios. De eso volveremos a tratar más adelante y baste aquí decir que las reglas vendrían a ser aquellas normas que tienen aquella clara estructura condicional si… entonces…, mientras que los principios son mandatos de optimización, normas que señalan que el bien o interés que mencionan debe estar protegido lo más que quepa en cada momento y en función de las limitaciones jurídicas y fácticas que puedan concurrir. Así, la norma contenida en aquel artículo 138 del Código Penal que tipifica el homicidio sería una regla, mientras que estas otras que hemos enumerado y que no tienen esa estructura condicional serían principios. Por ejemplo, la norma del artículo 1.1. de la Constitución significaría que la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político deben estar lo más protegidos que se pueda; la del artículo 10 querría decir que hay que amparar la dignidad de la persona o el libre desarrollo de la personalidad lo más que quepa; la del artículo 18 implica que el honor debe estar lo mejor salvaguardado que sea posible; la del 44 supone que el acceso a la cultura debe ser para los ciudadanos en la mayor medida posible, etc.

                La gran cuestión gira en torno a si en el caso de todos esos enunciados normativos podemos reconstruir razonable y operativamente un esquema normativo condicional. A primera vista, no parece que haya de ser tan difícil y más si consideramos el contexto regulativo y la función reguladora de cada norma y si entendemos que la nulidad es un tipo de consecuencia jurídica. Veámoslo:

                – Artículo 18 CE: “Se garantiza el derecho al honor…”.

                Reconstrucción con estructura condicional:

                Si determinada acción o norma es contraria al honor, entonces es ilícita y debe ser sancionada[1].

                – Artículo 39.1: “Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia”.               

                Reconstrucción con estructura condicional:

                Si una medida de los poderes públicos es contraria a o incompatible con la protección social, económica o jurídica de la familia, entonces es nula[2].

                – Artículo 10.1: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”.

                Reconstrucción con estructura condicional:

                Si una norma o acción es contraria a la dignidad humana…, entonces es jurídicamente ilícita y normativamente nula.

                — Artículo 1.1: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.

                Reconstrucción con estructura condicional:

                Si una norma o acción es contraria a los contenidos de los valores libertad, justicia, igualdad y pluralismo político, entonces es jurídicamente ilícita y normativamente nula.

                Ahora comparemos con otros preceptos que por lo general no se discuten tanto.

                – Artículo 7 del Código Civil: “Los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe”.

                Reconstrucción con estructura condicional:

              Si un derecho no se ejercita conforme a las exigencias de la buena fe, entonces no es válido el ejercicio del derecho.

                – Artículo 1278 del Código Civil: “Los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento, y desde entonces obligan, no sólo al cumplimiento de lo expresamente pactado, sino también a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley”.

                Reconstrucción con estructura condicional:

                Si una consecuencia de un contrato es, según su naturaleza, conforme con la buena fe, al uso y a la ley, entonces es obligatoria esa consecuencia; si no, no.

                ¿Hay alguna razón por la que debamos ver el “principio” de buena fe como un mandato de optimización? No, es una condición normativa puesta por el Código Civil al ejercicio de los derechos o al cumplimiento de las consecuencias de los contratos. ¿Vale lo mismo para lo que se dice en la Constitución de la dignidad, la libertad, la justicia, el libre desarrollo de la personalidad, el derecho al honor, el derecho a la cultura? Entiendo que sí y no veo razón de peso para mantener otra cosa. La Constitución ni indica ni pretende indicar que la dignidad de la persona o el libre desarrollo de la personalidad o el derecho al honor deben estar en cada caso lo más protegidos que se pueda y que magnífico si lo que se puede es mucho y que una pena si no da para más la protección posible a la vista de las circunstancias del momento. Para nada, entenderlo así conduce al desastre.

                Nuestras constituciones no marcan la dignidad, la libertad, la justicia o cualesquiera derechos con una especie de umbral móvil o de baremo relativo, sino que vienen a determinar que lo indiscutiblemente indigno, injusto, incompatible con el honor de las personas o con el libre desarrollo de la personalidad, etc., es inconstitucional. Y punto. Y si la tortura está constitucionalmente prohibida y lo está por su radical incompatibilidad con la dignidad humana, no es que haya que ver en cada situación hasta donde se puede torturar o no, sino que no se pueden torturar, porque la Constitución prohíbe sin excepción la tortura y tampoco a base de ponderar o pesar circunstancias o crear conflictos con otros derechos o principios se justifica que se hagan excepciones. No se puede torturar; y no hay más que hablar ni que pesar ni que calcular ni nada.

                Evidentemente, cuando el Código Civil habla de buena fe, emplea una expresión altamente indeterminada y que sólo será aplicable una vez que vaya siendo fijado su sentido por vía interpretativa y a golpe de jurisprudencia. Las normas que, en el sentido de Alexy, son reglas, también están repletas de expresiones semánticamente muy abiertas y absolutamente necesitadas de concreción interpretativa. Cuando en el Código Civil español dice que “Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral y al orden público” (art. 1255), utiliza al menos dos expresiones de textura muy abierta: moral y orden público. Pero, evidentemente, eso no vuelve dicha norma un principio. Pues, por lo mismo, no tiene por qué ser un principio y ser relativizado en su contenido esencial por vía de ponderación la norma constitucional que dice que todos tienen derecho al honor. No hay que proteger el honor lo que buenamente se pueda, hay que tener por infranqueable el contenido esencial de lo que sea el honor. Sin eso, hablar de derecho al honor es una broma cruel.

                Interpretar es solucionar dilemas interpretativos, valorando y decidiendo cuál es la concreción de significado que en el caso parece más razonable y conveniente (qué significa para el caso la expresión normativa “buena fe” u “orden público” o “libre desarrollo de la personalidad” o “dignidad”). Cuando el Tribunal Constitucional alemán declara inconstitucional la norma legal que permitía el derribo en vuelo de aviones de pasajeros que hubieran sido secuestrados por terroristas para cometer atentados, hace una interpretación de lo que es el contenido esencial e indiscutible de la dignidad, en tanto que derecho primero de cada ser humano, no pondera a ver si en ese caso son mejores las razones para protegerla o para que como derecho, principio o valor sea la dignidad derrotada. Si una ley es incompatible con la dignidad de las personas, entonces es inconstitucional. Y se acabó. Estructura condicional ciento por ciento. Igual que si el contenido de un contrato es incompatible con el orden público, entonces es nulo ese contrato. Estructura condicional bien clara.

                Pensemos un ejemplo más. Dice el artículo 9.3 de la Constitución española que “La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”.

                ¿Eso es una enumeración de reglas o de principios? Estamos perfectamente acostumbrados a referirnos al “principio” de legalidad, al “principio” de irretroactividad de las normas no favorables o al “principio” de interdicción de la arbitrariedad, entre otros de los que a partir de dicho artículo constitucional podrían como principios nombrarse. ¿Son todos esos principios mandatos de optimización? Si lo son, es terrible, porque a la vez que se está diciendo que la Constitución exige que los contenidos aludidos por cada uno de esos principios se realicen en la mayor medida posible según las circunstancias de cada caso, lugar y momento, se está reconociendo que la Constitución no reconoce y protege imperativamente y sin excepción un umbral mínimo de esos contenidos.

                En otras palabras, con la teoría principialista y ponderadora se asume que las normas desfavorables deben ser lo menos retroactivas que se pueda, pero que, llegado cierto caso de crisis, puede estimarse constitucional que las haya retroactivas; que los poderes públicos han de obra sin arbitrariedad, pero que caben circunstancias excepcionales que permitan concluir que un alto grado de arbitrariedad de los poderes es conforme al principio constitucional de interdicción de la arbitrariedad; que el principio de legalidad, incluso en lo que tiene que ver con su condición estricta en el artículo 25 de la Constitución[3] puede ser excepcionado de modo constitucionalmente admisible cuando las circunstancias fácticas y jurídicas de la ocasión hagan que pesen más otros principios expresos o implícitos, como el de seguridad del Estado, el de eficaz persecución del delito por el Estado o el de interés general, pongamos por caso.

                Que todas las normas de un sistema sean más o menos fácilmente reconducibles a una estructura condicional o de reglas no tiene por qué suponer que todas las normas sean reglas, que no haya más que un tipo de normas, las reglas, o que no tenga sentido hablar de clases de normas que puedan llamarse principios por alguna razón. Lo absurdo, a mi modo de ver, es decir, como Alexy, que hay reglas, que son mandatos taxativos, y principios que se pueden ponderar para derrotar reglas y para que no sean tan taxativos los mandatos de éstas.

                Pongamos ahora otro ejemplo, el tantas veces llamado principio de interés superior del menor. En gran cantidad de países se considera que es un principio constitucional, sea expreso o implícito. El artículo 20.4 CE alude a la “protección de la infancia” como límite a derechos tales como el de libertad de información, de creación artística o de cátedra. El Código Civil español, en su artículo 160.2 dice que “No podrán impedirse sin justa causa las relaciones personales del menor con sus hermanos, abuelos y otros parientes y allegados”. La Sala de lo Civil del Tribunal Supremo ha aplicado el principio de interés superior del menor cuando ha habido algún riesgo de que la relación con unos abuelos, por ejemplo, pudiera ser perjudicial para la estabilidad psicológica de los menores, en cuyo caso ha justificado mediante tal principio la interpretación restrictiva de “justa causa” en tales casos. Vemos ahí uno de tantísimos ejemplos en que un principio constitucional o infranconstitucional obra como argumento interpretativo muy relevante, a fin de justificar cierta interpretación de una norma por encima de otras posibles.

                Esa función es importantísima y da sentido a esa clase de normas de que estamos hablando. Una norma infraconstitucional será inconstitucional si es incompatible con la dignidad humana (artículo 10 CE), si es incompatible con la idea de Estado social (art. 1.1. CE), si es incompatible con el derecho al honor (art. 18 CE), etc. Evidentemente, el señalar dicho contenido mínimo de tales conceptos (dignidad, honor, Estado social…) es una tarea interpretativa que corresponde a la jurisprudencia pertinente en un contexto de razonabilidad lingüística y social.

                Cuando el Código Civil dice que los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, “siempre que no sean contrarios a las leyes a la moral ni al orden público” va de suyo que se están poniendo condiciones de validez de las cláusulas contractuales, y así se entiende la norma en su contexto sustantivo y procesal. Todo el mundo capta que si una cláusula de un contrato es contraria a la moral, hay cómo atacar procesalmente la validez de tal cláusula para que sea declarada inválida, nula. Y eso independientemente de que será labor ardua para los tribunales de cada época determinar, caso a caso, qué es moral y qué es inmoral a estos efectos y cuáles son los contenidos mínimos de moralidad que todo contrato ha de salvaguardar en cada tiempo.

                Es más fácil saber qué pactos o cláusulas del contrato son contrarios a las leyes que cuáles son contrarios a la moral. En ambos casos habrá que tomar opciones interpretativas, de entre las que quepan, pero la indeterminación es mayor en la expresión “moral” que en la expresión “leyes”, y por eso el margen de discrecionalidad que al interpretar tienen los jueces es más amplio en este segundo caso. Pero ese grado diferente de indeterminación de la expresión y de consiguiente dificultad interpretativa en nada cambia la función de las dos condiciones de validez de los contratos.

                Sucede igual cuando la Constitución dice, por ejemplo, en el artículo 9, “principio de legalidad”, “jerarquía normativa” o “seguridad jurídica”. Es más preciso el significado posible de “jerarquía normativa”, aunque alguna duda quepa también ahí, que el de “seguridad jurídica”, pero eso no quita para que sea la misma la función de todos y cada uno de esos que solemos llamar principios: poner condiciones de validez de las normas del sistema jurídico español y brindar argumentos interpretativos muy útiles, pues siempre será defendible como más fiel a la Constitución la interpretación de cualquier norma infraconstitucional más generosa con la seguridad jurídica o más favorable a la idea de “legalidad”.

                En el caso de la norma civil y del principio infraconstitucional de buena fe o de “moralidad” de los contratos, pocas dudas se plantean de que se están poniendo condiciones de validez normativa. ¿Es posible justificarlo tan sencillamente en el caso de esos principios constitucionales citados y de tantos otros? Opino que sí.

                En primer lugar, dentro de esa parte que toda Constitución tiene de autofundación de su propia supremacía, el artículo 9.1 de la Constitución española dice que “Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”. En segundo lugar, el Título IX, referido al Tribunal Constitucional, atribuye a dicho órgano constitucional la función exclusiva de control de constitucionalidad de leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley. En tercer lugar, la regulación que el Título X hace de la reforma constitucional deja ver con obviedad que si la simple ley no puede reformar la Constitución es porque la Constitución es jerárquicamente superior a la ley, dentro del sistema jurídico. Pues bien, o nos abandonamos a la metafísica y hasta el más oscuro esoterismo o admitimos que una norma es jerárquicamente superior a otra cuando hay contradicción (no salvable por vía interpretativa, jugando con las interpretaciones posibles) entre lo que dice la superior y lo que dice la inferior.

                Tácitamente asumimos todos la estructura condicional del artículo 1255 del Código Civil, entendido en su contexto normativo. De modo que cuando dice “Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios … a la moral”, aplicamos el siguiente esquema normativo de estructura condicional o que opera como una regla:

                Si en un contrato se establece un pacto, cláusula o condición contrario a la moral, entonces ese pacto, cláusula o condición es nulo.

                ¿Por qué habría de ser distinto o menos evidente con cualquier “principio” constitucional? Veámoslo otra vez con algunos de los ejemplos que estamos manejando.
                – Artículo 10.1 de la Constitución: La dignidad es “fundamento del orden político y de la paz social”.

                Si una norma o medida es incompatible con la dignidad, entonces es inconstitucional

                – Artículo 9.3. “La Constitución garantiza… la seguridad jurídica”.

                Si una norma o medida es incompatible con la seguridad jurídica, entonces es inconstitucional.

              – Artículo 44. “Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho”.

                Si una norma o medida de los poderes públicos priva del acceso a la cultura a toda la sociedad o alguna parte de ella, entonces es inconstitucional.

              Y vayamos al ejemplo más complicado, que nos permitirá dar sentido a la observación que vendrá a continuación:

                Artículo 1 de la Constitución española:

                “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico… la justicia”.

                O entendemos que la remisión a la justicia como valor superior del sistema constitucional español es pura licencia poética sin trascendencia jurídica real o consideramos que éste es uno más de los enunciados que, por ser constitucionales, condicionan la validez de las normas infraconstitucionales de este sistema. Una vez más sostengo que no se trata de un principio alexiano que haya que ponderar para ver cuánta injusticia es constitucionalmente legítima cada día o en cada circunstancia de cada caso, pues eso a la postre sólo servirá como excusa para que hasta lo más brutalmente injusto pueda un día ser tratado como acorde con la Constitución según por qué magistrados o magistradas bien domados. Así que o hay algo de normas constitucional ahí, y entonces pone una condición de constitucionalidad, o es pura licencia poética que el constituyente se tomó.

                Como bien vio en su tiempo Hans Kelsen, padre del control concentrado de constitucionalidad, que de modo pleno él introdujo por primera vez en la Constitución de Austria de 1920, considerar que un enunciado constitucional como ese puede funcionar como parámetro de control de constitucionalidad, pese a la gran indeterminación sobre qué sea lo justo, supone dar poco menos que un cheque en blanco a los tribunales constitucionales, que podrían anular cualquier norma legal con sólo argumentar que es injusta. Y lo mismo pasa con contenidos constitucionales tan indeterminados y discutidos como “dignidad”, “libre desarrollo de la personalidad”, “libertad”, etc.

                Pero hay constitucionalistas bien razonables que estiman que cabe una senda intermedia entre la irrelevancia normativa de cláusulas constitucionales de ese estilo y su uso por los tribunales como pretexto para el judicialismo más descarnado o por las cortes constitucionales como medio para erigirse en soberanas y poner patas arriba la Constitución misma que supuestamente deben defender. Ese camino intermedio consiste en un uso extraordinariamente mesurado de dichas cláusulas por tribunales constitucionales que hagan de su labor control de mínimos o de vulneraciones flagrantes y poco menos que indiscutibles de tales valores o principios.

                Hace años, aquel gran constitucionalista español que era Francisco Rubio Llorente, declaró que, en España, el Tribunal Constitucional ha tenido la sabiduría y la prudencia de no usar sin más esos valores superiores del artículo 1.1 de la Constitución, como el de justicia, como referencia con la que sin más contrastar la constitucionalidad de las normas legales, y señaló que no debería bastar la invocación del valor justicia, sino que habría de añadirse la incompatibilidad con alguna otra norma constitucional[4].

                En mi opinión, nuestras constituciones no ponen un modelo denso y determinado de justicia, que seria incompatible con el propio pluralismo de ideas y creencias que las mismas constituciones defienden, sino que nada más que excluyen de la esfera de lo que puede ser constitucional lo que la inmensa mayoría de la ciudadanía consideraría aberrantemente injusto, y eso siempre va a ser, además, incompatible con algún otro derecho constitucional más concreto o con estructuras constitucionales evidentes.

                Una ley que, por ejemplo, no permitiera votar a los de determinado grupo racial sería unánimemente tenida por injusta e incompatible con el valor justicia del artículo 1, pero sin lugar a dudas sería también inconciliable con la prohibición de discriminación que se contiene en el artículo 14 de la Constitución. Es poco menos que imposible imaginar ningún contenido normativo patentemente injusto a ojos de la gran mayoría de los ciudadanos y que no sea palmariamente incompatible con algún enunciado constitucional más preciso, como los que protegen derechos fundamentales. Y cuando colectivamente es discutido si ese contenido de una norma es justo o es injusto, entonces es cuando el Tribunal Constitucional tiene que contenerse, debe autorrestringirse, para permitir que en esos casos dudosos sean las mayorías democráticamente articuladas las que sienten el contenido de lo jurídico en normas que se legitiman por su origen en la soberanía popular.

                Para muchos, el contrato de maternidad subrogada, por ejemplo, es estrepitosamente injusto e incompatible con la dignidad de la mujer, mientras que otros no ven rastro de tales valores negativos en dicho contrato, y por eso lo mejor será que el Tribunal Constitucional respete la decisión legislativa, en lugar de imponer como constitucional el personal concepto que de lo justo o de la dignidad, para ese tema, tengan sus integrantes. Porque por mucho que ese contenido de justicia se lo imputen a la Constitución, no es de la Constitución, es de los magistrados. Y quien no lo vea así padece algún trastorno severo o un nivel preocupante de alienación política.

                Cuando la diversidad de opiniones y valoraciones es constitucionalmente posible y hasta fomentada, la legitimidad de la norma legal democráticamente puesta debe vencer a la ideología moral de los tribunales, incluidos los constitucionales.

                Si la Constitución la entendemos como la juridificación suprema de las verdades morales, incluso en lo que en la Constitución queda indefinido y abierto, convertimos al guardián de la Constitución en poder constituyente y en señor de la Constitución misma y, por extensión, en supremo poder del Estado y en emperador por encima del pensar y el creer de los ciudadanos. Nada más radicalmente inconstitucional que eso, nada más incompatible con la definición y las estructuras evidentes de un Estado que se dice constitucional, democrático y social de Derecho. A ese otro Estado habría que llamarlo Estado de lo que sus señorías quieran considerar Derecho.

                Puede haber muchas clasificaciones útiles de las normas jurídicas y es posible que tenga diversos sentidos distinguir entre reglas y principios. Pero entender que nuestros más cruciales derechos se contienen en principios, que los principios son mandatos de optimización y que cualquier principio puede ser derrotado por otro o derrotar a una regla es ni más ni menos que dejarnos sin derechos, a los pies de los caballos o arrodillados ante sus señorías. Ése ni es ni puede ser nuestro modelo constitucional, si es que algo de autoestima nos queda, en tanto que ciudadanos libres y ciudadanos dignos.


[1] Recuérdese que la sanción negativa puede ser el castigo personal o la nulidad normativa.

[2] Similarmente respecto del artículo 44.1 CE.

[3] Artículo 25. “Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento”.

[4] Véase Francisco Rubio Llorente, Derechos fundamentales y principios constitucionales, Barcelona, Ariel, 1995, p. XI.

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