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Las constituciones en serio

Juan Antonio García Amado

                Imaginemos[1] dos estados en los que el parlamento, democráticamente elegido, hiciera sus leyes, pero luego estas estuvieran sometidas a control de validez. En uno de esos estados tal control consiste en que se lanza un dado y si sale número par se decreta automáticamente que la ley en cuestión es constitucional, mientras que con idéntico automatismo se determina que es inconstitucional la ley si ha salido impar el número. En el otro estado, en cambio, se parte de que, para que sea constitucional, la ley ha de estar de acuerdo con el designio de los dioses porque es el propósito de los dioses lo que vive debajo de la constitución, y por eso cada ley que el parlamento aprueba se somete a escrutinio de los sumos sacerdotes, que unas veces fallan a favor de la constitucionalidad y otras dicen que es inconstitucional la norma legal que en cada oportunidad revisan. A esos dos estados los podemos llamar, respectivamente, Aleas y Aeternum.

Foto: JAGA

                Entre tales modelos extremos se mueve el constitucionalismo moderno, y puede que más aun el constitucionalismo contemporáneo, con el añadido de que abundan las paradojas. De todas ellas, y no son pocas, la más llamativa posiblemente sea la de que es el intento reiterado de construir sistemas de control constitucional como el de Aeternum el que da pie al periódico renacer del escepticismo que nos hace pensar que no cabe más control real que alguno bien similar al que se da en Aleas. Intentemos fundamentar esta hipótesis que acabo de formular.

                El poder político más firme y eficaz será aquel que se asiente en una sólida metafísica. Una de las caras del estado es, ciertamente, la de la fuerza, y viene a cuento insistir en el monopolio de la coacción legal como elemento definitorio de los estados. La amenaza de la fuerza, el temor al castigo corporal y patrimonial ante todo, aleja a menudo a los ciudadanos de la tentación de desobedecer a los legisladores, pero no basta como salvaguarda de la eficacia del orden estatal. Hace falta también que al estado sus ciudadanos o súbditos no lo vean desnudo, sino revestido de las galas metafísicas de un orden superior, expresión de algún tipo de necesidad y orden trascendente, natural como natural es el paso de las estaciones o la rotación de los astros, o manifestación de la voluntad omnímoda de un ser superior, alguna suprema deidad. Al estado se lo obedece más y mejor cuando se cree que se obedece a algo más y que en el fondo no es al gobernante humano al que nos sometemos, sino a alguna entidad que a él mismo lo trasciende y lo explica, sea esa entidad el orden mismo de las cosas en su natural y necesaria configuración, sea el designio del supremo ser al que todos nos debemos porque todo se le debe.

                Puede que la historia del derecho moderno sea la de la consabida secularización y desmitificación, sí, pero acompañada de sucesivas y constantes remitificaciones, por motivos funcionales, para no perder o para recuperar la eficacia de sus normas y porque, a la postre, por detrás de las normas jurídicas está siempre un poder bien terrenal y tangible que necesita asentarse y mantenerse. Quizá la historia del derecho moderno es la de un relativo fracaso (dejo a cada cual el diagnóstico o evaluación sobre la medida del mismo, si en verdad lo hubiera), porque un derecho desmitificado necesita el soporte de una sociedad ilustrada. No hemos podido desmitificar el derecho porque no hemos sido capaces de formar sociedades suficientemente ilustradas y moralmente maduras. Podría sospecharse que algunos no han querido sociedades ilustradas y moralmente maduras porque poco interés tenían en un derecho desmitificado.

                Hay derecho desmitificado cuando vemos y aceptamos que las normas jurídicas las hacen personas, puros humanos que no son humanos puros, y que no hay más normas del derecho que esas que los impuros humanos hacen. Igual que no hay más azadas, puentes, arcos o flechas, paellas o sancochos, pistolas, anillos de oro, cohetes o violines que los que hacen los humanos;  e igual que cada una de esas cosas puede usarse para fines nobles o perversos, para hacer el bien o recrearse en el mal. Pero hay una diferencia muy relevante, puesto que todas esas variadísimas cosas que los humanos hacemos están ahí sin más después de que las construimos, pero las normas jurídicas no solo están, sino que nos interpelan, ya que nos piden obediencia o, por mejor decir, a través de ella se nos exige obediencia y se nos amenaza con males no desdeñables si no las acatamos. Yo puedo decidir no usar coche, no tener pistola o no lucir anillo de casado, pero no puedo sustraerme a la norma que me manda parar cuando el semáforo está rojo o que me amenaza con cárcel si mato a mi rival o me apropio de la vaca de mi vecino. Puedo incumplirla, pero no se me permite ignorarla, vivir como si no la hubiera. Hay ahí una razón para que me someta a la norma, pero puede haber también poderosas razones para que no quiera aceptarla ni cumplirla, y no solo por el egoísmo que me hace preferir mi libertad y mi propiedad, sino por el reto que me plantea la pregunta más inquietante: por qué, al fin y al cabo, tengo yo que obedecer a ese legislador o a esos legisladores que no dejan de ser gentes como yo; por qué, si el legislador y yo somos iguales en cuanto humanos y ciudadanos, ha de hacerse en mí la voluntad de él y no la mía propia, por qué sus deseos tienen que ser órdenes para mí.

                En una sociedad intelectual y moralmente madura, la ciudadanía entiende que las normas jurídicas son obra de los humanos y que, por tanto, o reflejan mi voluntad o expresan la de otro o hemos llegado a algún tipo de acuerdo los otros y yo para que la norma tenga algo de la voluntad de todos y de ninguno. Si así lo sentimos, la decisión de obedecer o rebelarnos será el resultado de un frío y racional cálculo que anteponga la dignidad a la piedad y la autoestima al temor reverencial, el orgullo al miedo, el optimismo a la resignación. Nada malo hay en obedecer por conveniencia y, ante todo, la desobediencia no puede ser pecado, pues contra los conciudadanos no se peca, pecado solo hay contra la divinidad, tome la divinidad la forma que tome.

                El ciudadano moral e intelectualmente maduro tiene en el miedo a la condena terrenal, a la sanción jurídica, una razón para medir y modular su aquiescencia a la ley, pero a la ley jurídica como tal no la obedece ese ciudadano maduro por miedo al fuego eterno, al castigo divino. Sin embargo, cuando moralizamos la ley y decimos que ley no es la que resulte inmoral, el desobediente al derecho es también moralmente indecente, porque no solo desacata un mandato de los hombres, sino también y sobre todo un imperativo de la razón, desoye la voz superior, esa que no proviene ni del capricho de los individuos ni de la configuración de las sociedades, sino de la Verdad.

                Haga usted pasar la constitución jurídica por plasmación de la constitución moral necesaria y habrá conseguido convertir al rebelde en pecador y al desobediente jurídico en repudiable heterodoxo. La libertad perece cuando es solo libertad para hacer el bien y el bien es lo que algunos han puesto en el texto de un libro sagrado, aunque se llame constitución, o lo que unos pocos deciden al interpretar ese sagrado libro. No hay nada más contrario al sentido originario del constitucionalismo que la pretensión de sacralizar las constituciones y convertirlas en el catecismo de la moral verdadera. Ese constitucionalismo es palmariamente inconstitucional, porque es históricamente preconstitucional.

                Los actuales estados constitucionales están fracturados por la paradoja y esa es la dura realidad del constitucionalismo contemporáneo, que se debate entre el escepticismo pesaroso y la más rancia metafísica, versión aparentemente secular de las religiones del Libro. Para que la ciudadanía acepte los designios aleatorios y coyunturales de los poderes que copan los estados, hay que hacer que crean esos ciudadanos que la leyes son más que los mandatos de esos que gobiernan y que no será ley lo que no se acomode a la constitución, y que la constitución es, frente a la ley radicalmente especial, porque ella no proviene del humano deseo sino que es plasmación del orden justo, de la verdad moral, del logos racional y argumentativo que se hace norma para siempre y calla y no argumenta más. Las constituciones se remitifican, se redivinizan, si así se puede decir; el derecho deja de ser amante fugaz de estas o aquellas morales y contrae nuevas y definitivas nupcias con la moral única, la verdad moral objetiva, su media naranja, su esposa por los siglos de los siglos. Moral verdadera y derecho auténtico, lo que Dios ha unido que no vuelva a separarlo el hombre.

                La modernidad se cierra sin haberse cumplido, aquel derecho que quiso legitimarse democráticamente y aquellas democracias que trataron de reforzarse jurídicamente vuelven al redil, retornan a la casa del Padre. Extra ecclesiam nulla salus. Miles de constitucionalistas que se dicen ateos guardan las llaves del nuevo templo constitucional. Millones de ciudadanos que se piensan no creyentes tragan con carros y carretas porque la nueva casta sacerdotal les ha arrebatado la propiedad de su constitución y la razón para aceptarla racionalmente o racionalmente rebelarse contra ella. Desobedecer ya no es alternativa, pues contra la norma podemos alzarnos, pero contra el ser no hay resistencia posible. Sein y Sollen se han vuelto a reunir en el reino constitucional de modo inimaginable antes, y no solo para kelsenianos rehenes del neokantismo. La constitución es lo que tiene que ser y tiene que ser como es. Aquellos jóvenes constitucionalistas que se fueron a Europa o los Estados Unidos sedientos de pensamientos jurídico crítico retornaron a sus países y universidades ungidos por la nueva verdad constitucional revelada, henchidos de virtud neoconstitucional, misioneros de un implacable poder sonriente, redimidos por la gracia de unos valores constitucionales cuyo contenido ellos proclaman y ante los que el pueblo ha de hincarse, pues quién se resiste a la verdad sin merecer abominación y castigo.

                Es mano de santo. El pueblo acata, deslumbrado por la Austrahlungswirkung de esos principios y valores constitucionales que se le imponen por su bien y porque no puede ser de otro modo, y a ver quién dice que no son los verdaderos hermeneutas esos constitucionalistas omnipresentes y pluridoctorados. Los ciudadanos abandonan toda pretensión de que la constitución es y ha de ser suya porque en la constitución se ponen las reglas básicas del juego de ellos en sociedad. No, al renaturalizarse y remitificarse, al resacralizarse las constituciones, el poder constituyente se deshumaniza también y es poder ontológico, si así puede decirse, metafísica sustancia normativa autorreferente. El viejo dilema teológico de articular en la ley eterna ratio y voluntas como atributos divinos, la divina sabiduría y el divino querer, alcanza al fin, en nuestros tiempos, una solución más efectiva por más trivial, y esa solución toma la forma de constitución y da de comer al constitucionalismo. La constitución es la que debe ser y debe ser la que es, es porque es justa y es justa porque es.

                Antes se decía que lo que ha de ser será; ahora, el nuevo constitucionalismo nos enseña que lo que debía ser ya es, ya ha sido y está siendo. Y se acabó la historia. Que la teoría jurídica de nuestro siglo, y en particular la teoría constitucional, hayan perdido entidad y hondura por comparación con aquel refinado iusnaturalismo teológico de la Edad Media será asunto que analizarán con sorpresa los historiadores del derecho dentro de doscientos años, tal vez. Pero hoy no importa, porque lo que cuenta es que el invento funcione; y funciona a las mil maravillas. Y ahí tenemos la nueva configuración de la academia jurídica, con los constitucionalistas convertidos en iusfilósofos al modo de antaño y persiguiendo valores con el cazamariposas, y los iusfilósofos escribiendo poco más que libros de autoayuda en los que se viene a insistir en qué importantes son los derechos más importantes y qué valiosísimos los valores que más valen. Para ese viaje…

                Las gentes obedecen y los profesores, aquellos que salieron de sus tierras hace veinte o treinta años para doctorarse en países lejanos y prestigiosos, viven felices en su inesperado sacerdocio, han ganado poder sin cuento con el cuento. Si la jurisdicción consiste en decir lo jurídico, ellos son los verdaderos jueces, son los que transmiten la Palabra, la voz del Oráculo. Van volviéndose talludos y algo espesos esos que fueron jóvenes constitucionalistas que marcharon a denunciar injusticias y volvieron poseídos la confianza en la redención constitucional de las sociedades, pero les ha ido bien, han redactado sentencias e informes, han puesto y quitado magistrados, han sido altos magistrados, se han sentado a la diestra de los padres de la patria y han cobrado magros y legales emolumentos de la patria y de sus padres.

                Mas todo embeleco se desmorona algún día. Tarde o temprano, la gente se da cuenta, ve la trama, conoce las claves del enredo, descubre dónde se guardaban las palomas que iban saliendo del sombrero. Y pierde la fe. A los parroquianos les siguen contando que la constitucionalidad de las leyes se controla con supina objetividad y porque la Constitución tiene un contenido moral objetivo y necesario que las cortes constitucionales identifican y aplican, y que la verdad constitucional no tiene más que un camino y que cuando el legislador se sale del camino, a la debida senda lo hacen volver los magistrados constitucionales, que en verdad no deciden, sino que conocen, que no ejercen arbitrio, porque ponderan, pesan, constatan y miden y dan al César lo que es del César y a la Constitución lo que es suyo.

                El ciudadano se sorprende primero, luego empieza a sospechar y al fin se pone alerta. Al menos así les sucede a los sujetos menos dados a las mitologías y al culto de las ajenas deidades; o a los ciudadanos maduros, por mejor decir. Esos ciudadanos se inquietan, pues si la constitución es de todos y para todos y si la constitución encierran verdades objetivas y pautas morales insoslayables, por qué son solamente unos pocos los que captan los contenidos objetivos de la constitución o los alcances de esas éticas verdades y por qué para dictaminar cuál derecho pesa más que otro en tal o cual caso o cuál es la fuerza cierto principio constitucional implícito está, al parecer, mejor dotado un señor que se doctoró en Berlín o una magistrada que fue antes asesora bancaria que una persona del montón o, incluso, una con dos o tres carreras pero que no deambuló jamás por los alfombrados pasillos de los poderes públicos o privados.

                Más adelante, ya con la mosca detrás de la oreja, esos mismos lugareños van captando regularidades y pautas que desentonan un tanto de lo que se suponía ciega justicia constitucional y objetivo designio deontológico. Por ejemplo, cada vez (o casi) que en uno de esos países, orgullosos de ser vanguardia del constitucionalismo más principialista y de tener sistemas jurídico-políticos en los que el derecho mejor cohabita con la moral verdadera, se plantea si será constitucional o no la ley que permite al presidente actual de la nación repetir mandato, la corte constitucional respectiva dice que sí y que cómo no ha de serlo aunque la constitución del país lo prohíba, pues siendo importante lo que las constituciones dicen, la palabra constitucional no puede enmendar ni hacer sombra a lo que las constituciones calladamente mandan o permiten, aun en el caso de que en ellas esté escrito lo contrario. Cosa parecida ocurre cuando resulta que, por supuestos delitos parecidos, un tribunal constitucional de un país ha de juzgar si se debe deponer o no a todo un presidente o presidenta y una vez dice que sí y otra vez dice que no y nos fijamos bien y descubrimos que las afinidades políticas de los magistrados que votaron lo uno o lo otro son las determinantes o que cada uno vota en favor del mandatario del partido que lo nombró o que apoyó su candidatura a la suprema corte. And so on. Tómese el amable lector al trabajo, si quiere, de elevar a docenas o cientos los casos bien conocidos de las últimas décadas, pues un servidor no debe aquí detenerse más en la glosa de lo tan obvio.

                ¿Será que la moral objetiva, el orden del ser, la naturaleza de las cosas o la constitución material dan la razón las más de las veces a los presidentes que quieren repetir mandato tras mandato, a las empresas que pretenden imponerse en ciertos territorios, a los medios de comunicación más poderosos…? ¿O será que no estamos en Aeternum, como se nos había dicho, sino en Aleas? Si el ciudadano común, o hasta el mejor formado y más reflexivo, son incapaces de anticipar qué decidirá la corte constitucional en el próximo caso que juzgue y en el siguiente y en el otro, si esa ciudadanía de ninguna manera puede suponer con un mínimo de confianza cuál será el resultado de la próxima ponderación judicial o a quién darán razón los jueces al aplicar tal o cual norma de la constitución, para esos ciudadanos es tal cual como si las resoluciones judiciales se jugasen a los dados, a pares o impares. Si, para colmo, esos mismos habitantes van descubriendo regularidades sorprendentes y pautas inesperadas, irán más lejos en su temor y sus sospechas y concluirán, entre deprimidos y perplejos, que eran dados, sí, pero estaban cargados.

                Esa es la paradoja. Se quiso revestir la constitución con metafísicas sayas y ropajes ceremoniales, pero al fin hemos visto que está desnuda y es esclava de los que decían cuidarla. Se trató de relegitimarla a base de sustancializarla, de materializarla, de moralizarla, de alejarla de los vaivenes de la opinión social y de las coyunturas políticas, y se la ha politizado hasta la médula, se la ha licuado, se han evaporado tanto sus contenidos, que apenas puede el común de los mortales captar de ellos más que un cierto aroma de incienso, del incienso que se echa cuando pasa el poder y se honra al que fácticamente domina.

                Estas constituciones que tanto se ensalzan ya no son apenas límite para la fuerza del estado, sino pretexto para que los poderes del estado fuercen cualquier límite legal y hasta moral. Ya no va quedando rastro de la razón constitucional, de tanto como pesan y pesan y de tan generosamente como se ponderan los intereses de los que tienen y quieren los poderes y de tanto como ha engordado la soberbia de los profesores y la vanidad de los constitucionalistas. Bien sabe hoy todo gobernante con vocación de tirano que lo primero que ha de procurarse es una corte y cohorte de constitucionalistas que se encargue de que su palabra se haga verbo constitucional y se revista de principios y valores y parezca respetuosa con los mejores derechos, aunque todos los vulnere, empezando por los derechos políticos de un pueblo que la constitución dice soberano y al que los constitucionalistas despojan de la palabra y la representación.

                Permítame, amigo lector, que le haga unas sencillas preguntas y que con ellas le invite a una pequeña reflexión. Volvamos a aquellos dos imaginarios estados del principio. ¿Prefiere usted vivir en Aleas o en Aeternum? ¿Prefiere morar en un estado en el que la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las leyes se dirima a cara o cruz (o cara o sello, como se dice en Colombia), a pares o nones o a la carta más alta, o en uno en el que sea la voluntad de los dioses la que se imponga y lo haga a través de la palabra de quienes sean nombrados sus sumos sacerdotes? Me dirá que feas son las dos alternativas y estaremos en eso de acuerdo. Pero, entonces, cuénteme si no estamos ya viviendo en un sistema jurídico-político en el que el constitucionalismo se ha vuelto por completo esotérico y en el que, ciertamente, no hay quien pueda saber por anticipado y con una mínima confianza cómo van a decidir las más altas cortes el próximo caso y el que venga luego, porque los magistrados y magistradas van a decir en cada ocasión que pesaron valores o que captaron esencias o que fueron “irradiados” por contenidos axiológicos que vibraban en el fondo de la constitución.

                La metafísica más exaltada y la prosa más colorida no está hoy en las novelas de ficción científica ni en las aulas de filosofía, sino en muchas sentencias de muchos supremos tribunales.  Si así son las cosas, y a fe mía que así son, que nos digan si a la postre importa si echan los dados o escuchan voces del más allá, si se juegan los fallos con una moneda o interpretan el vuelo de los pájaros o las vísceras de un pato, pues el caso es que igual de misteriosas e incontrolables nos resultarán las sentencias de las supremas cortes de Alea o de Aeternum y en uno y otro lugar nos acabaremos resignando a nuestra condición de súbditos y rogando que se nos retiren del texto constitucional los derechos políticos, que de la lista de principios constitucionales expresos se borre el de soberanía popular y que del nombre del estado en la constitución se retire el apellido “democrático”, para que no acabe en cruel sarcasmo lo que un día se nos presentó como bello sueño o alcanzable proyecto.

                Paradójico todo. Cuanto más es la constitución de los constitucionalistas teóricos, porque solo ellos saben ver lo que en ella celosamente se oculta a las personas sin atributos, y cuanto más la constitución es de los magistrados que supuestamente la custodian, porque nada más que ellos conocen y saben aplicar el sutil sistema de pesos con que se ponderan sus principios (quintaesencia de la alquimia en que ha venido a dar ese constitucionalismo que busca en lo constitucional la piedra filosofal de un iusnaturalismo disimulado y más conservador que nunca), más se aleja la constitución de los ciudadanos y menos basa su validez y vigencia en su reconocimiento reflexivo. La constitución deja de ser constitución porque así la aceptan los que bajo ella viven y por ella quieren regirse y pasa a ser el objeto esotérico de una fe cuasireligosa. Ya no hay contrato social, ha retornado la reunión de derecho y moral bajo la égida de una casta de intérpretes que se adueña del texto interpretado y lo hace suyo al privarlo de su sentido compartido, al erigirse esa vanguardia de los hermeneutas constitucionales en poder constituyente autoconstituido.

                Y, al final de la historia y como siempre pasa, no hay metafísica social sin coacción ni constitucionalismo dogmático sin violencia. Los señores del constitucionalismo se deben a sus príncipes, acatan la soberana voluntad del que los mantiene y pintan de axiología constitucional los deseos, hasta los más obscenos, de quien los mantiene. A la constitución rogando y con el mazo dando. Está sin hacer, y habrá de hacerse algún día, la relación de los nuevos autoritarismos de fines del siglo XX y comienzos del XXI y de los constitucionalistas que desde la academia y las altas cortes del respectivo país quisieron volver estricta moralidad constitucional y eximio principialismo jurídico lo que no era más que el vil arrebato de sátrapas sin luces, pero con desmesurada ambición.

                Cuando yo era niño, en mi país, España, al dictador llamado Franco lo sacaban los obispos bajo palio y lo bendecían como caudillo de España por la gracia de Dios. Mírese en tantos países hermanos que sufren y han sufrido en estos tiempos los embates del autoritarismo y la falta de libertades y constátese quiénes son ahí y ahora los equivalentes funcionales de aquellos obispos y cuál es, en esta época, la doctrina que desplaza y suple a aquel catolicismo retrógrado que también presumía de la unión sacrosanta del derecho y la moral bajo la guía imperecedera del líder y de su séquito de paniaguados y tiralevitas, que veían en el positivismo jurídico la encarnación máxima de lo diabólico y la desesperante rigidez de lo jurídico. Se gobierna más y menor si el derecho se vuelve maleable, dúctil, y a los alfareros los tenemos a sueldo. Aquel iusnaturalismo con aroma de sotanas raídas no ha desaparecido porque haya sido superado, solo se ha transformado y viste galas distintas y va más aseado; pero es lo mismo y en el fondo son los mismos y sirven para las mismas cosas.

                ¿Será que no hay solución? ¿Habrá muerto para siempre jamás el constitucionalismo razonable, el constitucionalismo democrático, el constitucionalismo que cree en las constituciones y da sentido a las constituciones? ¿No nos quedará más remedio que resignarnos para definitivamente a la disyuntiva entre esos modelos de estado que he denominado Aleas y Aeternum?

                Si entre esas dos opciones hubiera que escoger, yo elegiría sin dudar la primera la de Aleas. Prefiero, con total convencimiento, un sistema en el que sea el puro azar el que decida las soluciones de los litigios constitucionales, en lugar de uno en el que fallen magistrados que finjan que obedecen a un dios constitucional mientras que, en el fondo, nada más que dan rienda suelta a sus propias neurosis o, más probablemente, siguen la voz de su amo generoso y bien terrenal, el mejor postor entre los postores. El azar es neutro y neutral. Si mi condena o absolución o si la validez o invalidez de la ley que yo voté van a depender de que al lanzar los dados la suma dé número par o impar, podré quejarme de la suerte, si me vienen mal dadas, pero no pensaré que la suerte la carga la conveniencia de otra persona o de un grupo o de un partido o de una empresa…

                Prefiero un sistema constitucional que tiene en su cúspide un homenaje al azar, antes que uno que se rellena de principios con los que hacer pasar por muy constitucional lo que más conviene a quien más que yo manda o más que yo tiene. Además, si depende del azar, ganaré yo el cincuenta por ciento de las veces; de la otra manera, mis posibilidades menguan, por mucho que me digan que son mis derechos alfa y omega del sistema constitucional entero. No es así, en ningún lado ha mejorado la justicia social y han salido en conjunto ganando los derechos sociales de los más necesitados allí donde el principialismo neoconstitucional se ha impuesto y los principialistas han hecho su agosto. De eso ya hay estudios bien llamativos (para ir abriendo boca, véase el trabajo “The reality of social rights enforcement”, 2012, de David Landau) y de eso no quedará mucha duda cuando se investigue un poco más y se rompa el hechizo. ¿O acaso cree alguien, bien en serio, que gracias a estas doctrinas constitucionales de ahora, de principios y ponderaciones, hay en Brasil, Colombia, Perú, Argentina, México, Bolivia, Ecuador… más justicia social de la que había o de la que habría habido si los altos tribunales de esos queridos países hubieran fiscalizado de otro modo, (pongamos que al estilo alemán, por decir algo) la efectividad de los derechos fundamentales o la validez de las normas infraconstitucionales? La fe mueve montañas, o eso dicen, pero el creyente necesita mucha fe para negar algunas evidencias y para rebasar algunas montañas.         

                Sí es posible un constitucionalismo “normal”, efectivo y útil, útil antes que nada para los titulares de los derechos fundamentales todos, de los de libertad a los procesales, de los políticos a los sociales, y muy especialmente los sociales. Está inventado desde hace mucho y no tiene nada de particular, es tan sencillo que casi avergüenza tener que explicarlo en estos tiempos. Se hace una constitución que el pueblo respalda mediante las vías democráticas mejores de que se disponga y en un contexto político en el que se reduzca la manipulación tanto como se pueda, bajo la idea básica de que mal puede instaurarse un buen sistema democrático y de derechos si en el acto instaurador mismo se atenta contra la democracia y se hacen de menos los derechos. En esa constitución se dibujan los órganos e instituciones básicos del estado, se insertan las garantías mayores para la separación de poderes y se aseguran los derechos fundamentales de los ciudadanos por medio de procedimientos de protección bien eficaces. Evidentemente, desde la constitución misma hay que poner a salvo la independencia de los jueces y la del órgano supremo de control de constitucionalidad de las leyes, pues sin esa independencia o un alto grado de la misma, toda constitución de estado de derecho es falsa y todo constitucionalismo es hipócrita. No hay constitución donde el control de constitucionalidad lo ejercen los que comen en la mano del ejecutivo.

                En ese constitucionalismo tan desconcertantemente sencillo y que es conocido y viable, tiene que haber control de constitucionalidad, sea difuso, sea concentrado o trátese de una combinación de los dos modos. Importa quién hace los controles, por supuesto, y repito que por eso tiene que haber verdadera carrera judicial y sistemas de nombramiento para las más altas cortes que sean transparentes, objetivos y meritocráticos. En cuanto a la manera de hacer ese control, no hay más que una que no se preste descarada y descarnadamente a la manipulación y el engaño: lo que a alguien se le ha hecho se coteja con lo que el texto de la constitución manda, permite o prohíbe hacer; sencillamente. Si, supongamos, el texto constitucional prohíbe la tortura, torturar a alguien es inconstitucional aunque se acabe el mundo, aunque haya razones ocasionalmente comprensibles para torturar o aunque digamos que en el otro plato de la balanza pesan, y pesan mucho, mil y un principios constitucionales expresos o fantasmagóricamente implícitos. No se puede torturar, porque la constitución dice que no se puede, y no hay más tutía ni más moralidad ni más razones prima facie o valores en danza. Las normas de derechos y las normas en las que se apoya el funcionamiento de las instituciones básicas del estado de derecho no pueden ni deben ser dúctiles, han de ser rígidas y férreamente dominantes.

                Lo mismo cuando se trata de decidir si es constitucional una norma legal. Si entre la norma infraconstitucional y la constitucional hay una antinomia insalvable con las herramientas normales y sabidas de la lógica y la semántica, la norma legal es inconstitucional; si no, no. Si la constitución abole la pena de muerte y la norma legal que se enjuicia la permite, la norma legal en cuestión es inconstitucional aunque se revuelvan en sus tumbas Ulpiano, Tomás de Aquino, Carl Schmitt o el sursum corda y aunque el bueno de Robert Alexy diga que por qué no ponderamos un poco a ver qué sale o algún dworkiniano proponga que saquemos la güija y le preguntemos a Hércules, a ver qué dice.

                Y claro que para hacer eso aparentemente tan sencillo hay que interpretar y que por eso lo sencillo deja de serlo tanto. Pero interpretar es algo que hacemos a diario y cada vez que nos comunicamos. Cuando llego a mi querida Colombia y alguien me propone que comamos juntos, tengo que interpretar si se refiere a lo que para los españoles es la comida de mediodía o a lo que para los Colombianos es la cena, pero no me hace falta buscar el principio constitucional de alimentación sana o la virtud moral de la amistad para hacerme una idea, me bastará usar los indicios de los que en cada ocasión disponga. Imagínese la cara que se le ha de quedar a mi interlocutor si comparezco a la hora que me da la gana pero lo justifico alegando que me he guiado por el principio de razonable utilización de los horarios, principio, que, estoy seguro, algún constitucionalista enfebrecido habrá sacado ya de alguna pobre constitución o estará a punto de imputárselo.

                Interpretar es elegir entre significados posibles de expresiones, e interpretar razonablemente es elegir razonablemente entre significados razonablemente posibles de expresiones. Esas elecciones podemos justificarlas si no son arbitrarias, y las justificaremos mediante argumentos intersubjetivamente comprensible, asumibles y que vengan al caso, si no son arbitrarias. Los argumentos metafísicos no reúnen ninguna de esas tres condiciones, en cuanto argumentos justificativos de interpretaciones. Cuando a aquel amigo del ejemplo le digo que fui a la cita a las seis de la tarde porque así me lo dictó el principio de equidad horaria o el principio de equilibro alimenticio, no estoy argumentando en serio, estoy, en el fondo, tomándole el pelo a mi amigo o, como se dice en Colombia, estoy mamando gallo.

                Por supuesto que la interpretación de las normas constitucionales, y jurídicas en general, implica grados de discrecionalidad, y por supuesto que por esa vía hay margen para que en la práctica del derecho penetren valores e ideologías de los jueces. No puede ser de otra manera, y lo más que nos cabe es tratar de controlar ese uso de la discrecionalidad a base de afinar nuestras exigencias de motivación racional de las sentencias y de rigor argumentativo. Ese es el mejor aporte de una buena teoría de la argumentación jurídica. Pero si tratamos de que la discrecionalidad se emplee razonablemente y, sobre todo, de que no degenere en arbitrariedad, lo menos conveniente será que invitemos a los que juzgan a usar metáforas como si fueran descripciones de operaciones reales.

                Si yo digo que entre las dos candidatas que tenía para esposas (es un suponer) ponderé, nadie piensa que saqué la báscula y pesé a cada una, sino que valoré muy personalmente cuál me convenía o me gustaba más. La discrecionalidad me la va a atribuir todo el mundo. En cambio, cuando un juez nos explica que ponderó en tres pasos, acabamos creyendo que pesó de verdad y de alguna manera y viene algún amigo alemán y nos convence de que no hay ahí discrecionalidad ninguna, o apenas, siempre que los pasos sean tres y los demos como Dios manda. ¿Por qué somos más crédulos cuando nos desenvolvemos en el mundo jurídico y por qué los juristas de medio mundo se toman al pie de la letra las metáforas y el lenguaje figurado? Misterios que alguna vez habrá de resolver la ciencia.

                Esos jueces constitucionales ponderadores y principialistas que hemos fabricado con tanto entusiasmo como irreflexión son la más peligrosa carga de profundidad que se ha puesto al constitucionalismo. Que muchos hayan contribuido de buena fe poco quita a la intensidad del desastre. Desapoderar a esos tribunales, hacerlos volver al redil del derecho y las razones de todos va a costar sangre, sudor y páginas. Les hemos hecho creer que el derecho son ellos y que los principios suyos son los auténticos principios constitucionales y ahora no querrán apearse de tan cómoda y sólida posición. Hay momentos en que la academia y la doctrina se vuelven impotentes para deshacer ciertos entuertos. Solo nos queda la política entonces, pero la buena, la virtuosa, la sincera y abierta, en la calle y con los ciudadanos, la política que pocas veces han querido hacer los académicos con ensoñaciones metafísicas, los profesores que en el derecho ven una forma de magia.


[1] El presente texto es una versión levemente modificada del que se publicó en 2018 como prólogo al siguiente libro: Luis Germán Ortega Ruíz, Luis Fernando Duque García, Juan Gregorio Edljach Pacheco, Jorge Eliécer Laverde Vargas, Reflexiones constitucionales, legislativas y políticas, Bogotá, Instituto Latinoamericano de Altos Estudios -ILAE-, 2018, ISBN: 978-958-8968-75-9. Versión electrónica: https://fnd.org.co/publicaciones/PdfLibros/pdf12.pdf

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