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Control de la discrecionalidad judicial y motivación de las sentencias. Un caso práctico

Juan Antonio García Amado

1. Breve encuadre del tema

                Parece mentira, pero todavía se sigue debatiendo en cierta teoría del Derecho sobre si los jueces ejercen discrecionalidad en grado relevante o si, por el contrario, las soluciones correctas para cada caso vienen predetereminadas y tasadas por el Derecho, sea cual sea la sustancia última o materia prima del Derecho. En este tema hay una gran paradoja, pues mientras en el siglo XIX era el paleopositiivismo metafísico de la Escuela de la Exégesis (Francia) y de la Jurisprudencia de Conceptos (Alemania) el que negaba la discrecionalidad judicial y confiaba en la perfección del Derecho en cuanto que capaz para dictarle al juez, de modo bien “audible”, la respuesta única correcta para cada caso, durante el siglo XX la afirmación de altos componentes de inevitable discrecionalidad judicial se hizo patrimonio de todos los iuspositivismos, de la mano de la idea de que no hay Derecho perfecto, y fue el iusmoralismo de corte dworkiniano el que recogió el testigo metafísico y se encargó ahora de negar tal discrecionalidad, a base de confiar en una perfección de los sistemas jurídicos, aptos para dictarle a un juez también perfecto, Hércules, la resolución plenamente jurídica y moralmente inobjetable para cada asunto[1].

                Aquí la discrecionalidad judicial vamos a asumirla como obvia e insoslayable. Baste recordar que el juez la ejercerá siempre que en caso de que haya dudas sobre los hechos y quepa discutir, por tanto, la valoración de las pruebas, o cuando haya lagunas normativas o concurran alternativas interpretativas de las normas del caso. Adicionalmente, las propias normas dejan a menudo al juez márgenes o espacio para que concrete, dentro de ciertos límites, la consecuencia jurídica que aplica. De eso vamos a hablar enseguida.

                Hay teóricos del Derecho que manifiestan aversión a la discrecionalidad judicial porque estiman que reconocerla es abrir la puerta a la arbitrariedad. Para muchos de tales doctrinantes, son las reglas de la argumentación racional las que, bien usadas, permiten a los jueces y tribunales una reflexión que aboque al conocimiento y aplicación de la respuesta objetivamente correcta para cada caso, ideal o potencialmente sin discrecionalidad ninguna, sin márgenes apenas para la subjetiva opción del juez, salvo por el muy humano riesgo de error. Así pues, el Derecho tiene en sí mismo perfección y pujanza suficientes para dictarle al juez bien preparado y dispuesto lo que tiene que decidir en su caso, y se lo muestra con suficiente precisión. La decisión judicial plenamente correcta sería aquella que viene dada por un Derecho que incorpora elementos morales cuyo conocimiento y fuerza de convicción han de estar garantizados por los pasos y reglas de la argumentación racional. Ese juez filósofo está particularmente capacitado para dar con esa solución única correcta, pues haberla, hayla, y tanto más probable será que la encuentre y la imponga cuanto más sólida sea su formación filosófica y su sensibilidad moral.

                Yo no estoy de acuerdo con esos planteamientos, cuyo idealismo reproduce en pleno siglo XXI aquel ingenuo ideal de la teoría decimonónica del Derecho, otra vez a base de hacer del Derecho un sistema normativo perfecto, aun cuando el Derecho positivo pueda considerarse siempre defectuoso. Por eso estas teorías jurídicas tienen que ser iusmoralistas, porque reconocer que el Derecho es perfecto, racional y ultrapotente supone afirmar que tales propiedades evidentemente no corresponden al Derecho positivo, en cualquiera de sus manifestaciones y fuentes, sino a la moral objetivamente correcta y tomada como parte complementaria y superior de todo auténtico sistema jurídico. Por eso es innegable y todos admitimos hoy que no puede haber iusmoralismo coherente sin objetivismo moral. Decirse iusmoralista y no objetivista en lo moral es sencillamente absurdo. Pero este no es el tema de hoy, sólo el encuadramiento de lo que quiero contar.

                El gran reto que la discrecionalidad judicial plantea es el de su control. Si definimos discrecionalidad como la posibilidad y necesidad que un sujeto tiene de elegir entre alternativas decisorias igualmente compatibles con las reglas de base, habrá que preguntarse si es posible evitar que la discrecionalidad judicial degenere en pura arbitrariedad, en decisiones de los jueces que se pongan al servicio de sus intereses personales, sus particulares ideologías, los beneficios políticos para un partico, la ventaja de quien los nombró o los ascendió o el credo de la iglesia de la que sean fieles.

                Nuestros sistemas jurídicos tratan de acotar y controlar el uso de la discrecionalidad judicial de muchos modos: mediante procesos muy estrictos de selección de jueces, para evitar que cualquier gañán que todo lo confunda acabe decidiendo sobre nuestras vidas y nuestras haciendas; mediante causas de abstención y recusación, porque las tentaciones de ser arbitrario hay que cortarlas a tiempo y por aquello que se decía de que la mujer del César no sólo tiene que ser honesta, sino también parecerlo; a través de adecuados programas de formación judicial, tratando de que la búsqueda del conocimiento y la pericia no se torne adoctrinamiento y domesticación judicial; o mediante una organización de la carrera judicial que permita ascender y tener mayores responsabilidades a los jueces más expertos y más capaces y no a los más sumisos o que tienen ensoñación de sicario y hábitos de lupanar. Sería gran cosa que tales ideales, ciertamente viejos y a veces desgastados por el mal uso, se convirtieran también en pautas principalísimas para la selección de los magistrados y magistradas de los tribunales constitucionales.

                En cualquier caso, hay plena conciencia de que la gran herramienta para controlar el uso que los jueces hagan de su discrecionalidad está en afinar las exigencias argumentativas, pero no con la esperanza de que una teoría de la argumentación adornada de reglas idealísimas sirva para mostrarle al juez el buen camino de la respuesta única correcta, sino en la conciencia de que conviene desgranar exigencias sobre lo que el juez ha de valorar y justificar expresamente cuando decide entre alternativas que el Derecho positivo le permite. Y de eso vamos a ver ahora un buen ejemplo en dos buenas sentencias de la Sala Penal del Tribunal Supremo español.

2. La cuestión

                El artículo 66 del Código penal español sienta las reglas para la aplicación de la pena, en delitos dolosos, “según haya o no circunstancias atenuantes o agravantes”: cuando concluya una sola circunstancia atenuante (apartado 1º), cuando con haya dos o más atenuantes y no haya agravante (apartado 2º), cuando concurran una o dos circunstancias agravantes (apartado 3º), etc., etc.

                Llegamos al apartado 5º del número 1 de ese artículo 66, que dice así:

                “Cuando concurra la circunstancia agravante de reincidencia con la cualificación de que el culpable al delinquir hubiera sido condenado ejecutoriamente, al menos, por tres delitos comprendidos en el mismo título de este Código, siempre que sean de la misma naturaleza, podrán aplicar la pena superior en grado a la prevista por la ley para el delito de que se trate, teniendo en cuenta las condenas precedentes, así como la gravedad del nuevo delito cometido.

                A los efectos de esta regla no se computarán los antecedentes penales cancelados o que debieran serlo” (el subrayado es mío, evidentemente).

                Atención al “podrán” que he resaltado. Si la norma dijera que en caso de concurrir condenas anteriores por tres o más delitos comprendidos en el mismo título del Código, etc., el juez deberá aplicar o aplicará la pena superior en grado, sería una norma imperativa que difícilmente cabría interpretar como habilitando una decisión discrecional del juez al respecto. Pero al decir “podrán”, indica que la concurrencia de las condiciones que se señalan (condenas anteriores por tres o más delitos del mismo título, idéntica naturaleza de los delitos y que tales antecedentes penales no estén cancelados) no fuerza al juez a aplicar la pena superior en grado, ni mucho menos se lo impide, sino que puede hacerlo así o no, según su criterio.

                Claro resulta que al sentar esas tres condiciones habilitadoras de esa facultad discrecional se usan términos que pueden suscitar problemas interpretativos y dar pie al correspondiente ejercicio de discrecionalidad interpretativa, que también habrá que argumentar como corresponda. Así, puede resultar dudoso el significado de delitos “de la misma naturaleza”. Pero ese es otro asunto, diferente del que aquí nos importa.

                Cualquier juez penal podría en principio entender que el ejercicio de esa facultad para elevar de grado la pena debe depender de su “libre convicción”, de su personal apreciación, de su honesto valorar subjetivo o de su ponderar en casa, sin que haya especiales argumentos que exigirle, más allá de la afirmación seria de que decide como decide porque honradamente es como mejor le parece, a la vista de las circunstancias del caso. Pero no, porque lo que en nuestro tiempo se entiende es que la atribución de poderes o facultades discrecionales no significa transferencia de un poder “por ser vos quien sois”, un ejercicio de confianza en el seso y buen tino del juez. Al contrario, transferir un poder de esa índole implica un riesgo que ha de mantenerse a raya mediante los consiguientes controles, y tales controles son antes que nada argumentativos, atinentes a la motivación de la sentencia en lo que con ese aspecto tenga que ver. Veremos lo claramente que lo expresa una de las sentencias que paso a comentar.

                Comenzamos de la mano de una sentencia muy reciente de la Sala Penal del Tribunal Supremo español, la sentencia 21/2023, de 20 de enero, de la que fue ponente el magistrado Miguel Colmenero Menéndez de Luarca.

                Un hombre había sido condenado, en 2019, por un delito de robo con intimidación. Anteriormente había sido ejecutoriamente condenado tres veces por sendos delitos de robo con intimidación, dos veces en 2013 y una en 2012. En primera instancia es condenado ahora a pena de 4 años y 9 meses de prisión (más las penas accesorias) y el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña confirma la sentencia. Esa pena es pena superior en grado y se pretende que se está aplicando aquel apartado 5º del número 1 del artículo 66 que hace un momento se citó, pues había tres condenas anteriores por delito de la misma naturaleza y comprendido en el mismo título del Código.

                El Tribunal Supremo, en esta sentencia que estamos viendo, casa la sentencia anterior por inadecuada aplicación del mentado artículo 66.1.5ª. ¿Por qué no concurrían los requisitos en él enumerados? Concurrían todos y no lo pone en duda el Tribunal. Entonces, ¿por qué? Pues porque había un defecto de motivación, ya que, ciertamente, al concurrir esas condiciones cabía la condena a la pena de grado superior, pero rige una exigencia más, que es una exigencia argumentativa jurisprudencialmente sentada. Veamos en qué consiste.

                La sentencia se apoya en la muy interesante sentencia 536/2021de la misma Sala Penal del Tribunal Supremo, de la que luego hablaremos, y resume así las exigencias que sobre este particular allí ya habían sido sentadas.

                (i) En relación con las condenas anteriores por los delitos de antes, “se exige una motivación orientada en cada caso a comprobar el fracaso de las finalidades retributivas y preventivas especiales que se pretendían obtener con las previas penas impuestas. Cuestión que no puede presumirse y que exige una particular motivación”.

                (ii) Lo anterior exige reflexión y argumentos sobre diferentes aspectos, referidos a aquellos delitos anteriores y sus penas: cómo se cumplieron las penas anteriores, si el delito de ahora es más grave o menos que los anteriores, a si hay factores nuevos que inciden sobre la culpabilidad, al tiempo que pasó desde la última pena, etc.

                En todas esas palabras la sentencia está citando expresamente aquella otra número 536/2021, con ponencia del magistrado Javier Hernández García) y conviene que nos detengamos también en ella para encontrar la fundamentación completa de tales exigencias argumentativas. Resumamos:

                (i) La razón del agravamiento de la pena por multirreincidencia hay que vincularla al mayor merecimiento de pena, pero ese mayor merecimiento no se da objetivamente, por así decir, con base en que ya cometió el mismo sujeto otros delitos iguales antes, sino como merecimiento subjetivo ligado a la concreta culpabilidad y en base a toda una gama de circunstancias.

                (ii) Hay que combinar ese agravamiento de la pena con la evitación del Derecho penal de autor, incompatible con los límites que pone la Constitución al ius puniendi, empezando porque ha de tratarse de un Derecho penal de la culpabilidad y responsabilidad por el hecho, y no de un Derecho penal de autor o por biografía.

                (iii) Así pues, “sin perjuicio de la discusión dogmática sobre el rol que ocupa la culpabilidad en la determinación de la pena -como módulo de merecimiento o como límite de la pena imponible en el correspondiente espacio de juego- lo que no cabe duda, es que su necesario anclaje con los valores constitucionales antes mencionados impide su uso para castigar con una pena por encima de la que corresponde con el contenido del injusto del hecho actual por el simple dato de que en el pasado el autor cometió tres delitos” (fundamento 9).

                (iv) Así que “la posibilidad de castigar una conducta con pena superior a la prevista en el tipo consumado reclama no solo acreditar, como presupuesto objetivo, que la persona ha sido ejecutoriamente condenada al menos tres veces por delitos del mismo título y de la misma naturaleza al que es objeto de la actual condena. Es necesario, además, formular un juicio normativo de mayor merecimiento de pena” (fundamento 9).

                (v) Sólo así se puede dar cuenta de la tensión entre el hecho de que al autor de un delito se le aplique pena por encima de la de ese delito y que su merecimiento de castigo sea superior al de ese mero delito, pero no porque sea en sí un mal sujeto (derecho penal de autor), sino porque por su responsabilidad las penas anteriores no tuvieron el debido efecto de “advertencia”, concepto tomado de la jurisprudencia constitucional alemana.

                (vi) No puede presumirse que la función retributiva y preventiva especial de las penas anteriores fracasa porque es “malo” el sujeto, sino que hay que observar con precisión las circunstancias y argumentar con ellas: “Esta estructura relacional, combinatoria entre las condenas precedentes y el nuevo delito exige comprobar el fracaso de las finalidades retributivas y preventivas especiales que se pretendían obtener con las previas penas impuestas. Cuestión que no puede presumirse y que exige una particular motivación. De tal modo deberá atenderse, entre otros criterios, a la progresión en términos de gravedad entre la conducta típica que funda la condena actual y las que sirvieron de base a las condenas anteriores, al tipo y alcance de las penas impuestas, al modo en que se desarrolló la ejecución, al tiempo transcurrido, a factores motivacionales concurrentes, a la concreta imputabilidad presente al tiempo de comisión tanto de los delitos anteriores como del delito actual, a cualquier otra circunstancia de producción del hecho o personal del responsable que pueda interferir en la valoración del <<efecto advertencia>> que se derive de las condenas previas” (fundamento 11).

                (vii) En conclusión, “La justificación, cuando se trata de imponer una pena que supera la prevista para el hecho cometido, se convierte, por tanto, en una fuerte garantía institucional de protección tanto del principio de culpabilidad, como de proporcionalidad en el ejercicio del ius puniendi por parte del Estado” (fundamento 12).

                (vii) Y luego una frase que encierra todo un programa y que merecería análisis bien detallado y desarrollo apropiado, toda una declaración muy valiosa:

                “No debe obviarse el rol que cumple la motivación judicial en el Estado Constitucional. Y para ello debe partirse de la naturaleza del texto que se aplica. Tanto el texto normativo como el del pronunciamiento judicial, son textos prescriptivos que se distinguen por su diferente nivel de concreción en el proceso de la toma de decisión. Y mientras la legitimidad de la prescripción del texto normativo deriva de la legitimación democrática del legislador, la legitimidad de la decisión prescriptiva del juez aparece vinculada, en particular cuando se trata de la aplicación de la norma penal, a su fundamentación. Se hace necesaria una transferencia de legitimidad desde el texto de la norma al texto del pronunciamiento judicial. La motivación de la decisión sirve, por tanto, como texto justificativo de dicha imprescindible transferencia de legitimidad” (fundamento 12).

                El legislador se legitima por su origen democrático, no argumentando, pero el juez se legitima argumentando en lo que su desempeño sea también ejercicio de poder.

                (viii) Así que “la omisión de las razones de apreciación de la multirreincidencia genérica para imponer más pena que la contemplada en el tipo, resulta incompatible con la propia configuración normativa de dicha circunstancia como facultativa y la necesidad de identificar de forma expresa un fundamento material ad hoc de imposición y de merecimiento. La ausencia de motivación sobre una decisión de consecuencias tan gravosas representa en términos casacionales el prototipo de la infracción de ley. Lo que justificaría, como consecuencia, la casación de la sentencia, dejando sin efecto la apreciación de la circunstancia hiperagravatoria” (fundamento 12).

                Dicho queda, y bien explicado en dos buenas sentencias, a mi juicio. Sentencias que también nos valen para entender lo que significa el precedente en nuestro sistema, no sólo el muy importante precedente interpretativos, sino el que sin cambiar la norma le da sentido extendiendo las exigencias argumentativas de su uso judicial. Pero ese es otro tema y será para otro día.

La sentencia 536/2021 puede verse aquí: https://vlex.es/vid/870498487

La sentencia 21/2023 se puede leer aquí: https://www.iustel.com/diario_del_derecho/noticia.asp?ref_iustel=1236361


[1] Para las idas y venidas, matices y ciertas incoherencias de Robert Alexy sobre el tema, véase su trabajo “Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica”, en Alexy, R., Ensayos sobre la teoría de los principios y el juicio de proporcionalidad, Lima, Palestra, 2019, pp. 45ss, especialmente pp. 48ss.

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