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SUBSUNCIÓN SIN MISTERIO Y PONDERACIÓN SIN FANTASÍA II. LA LUCHA LIBRE DE LOS PRINCIPIOS

Ricardo Garzón Cárdenas

Si-Lex Formación Jurídica

En la entrega anterior, habíamos mostrado que la diferencia entre subsunción y ponderación radica en la existencia de un previo criterio de cumplimiento para la primera, que no para la segunda. Decíamos que se pondera usualmente, pero ello no conduce a la aceptación de la teoría de los principios de Alexy. En esta oportunidad, con una analogía poco ortodoxa, muestro que los principios de Alexy nos pueden engañar, haciéndonos pensar que concurren en un combate de pesos pesados, cuando, en realidad, nos presentan un espectáculo: ellos son buenos actores.

ES UNA ANÉCDOTA, NO UNA CONSIDERACIÓN METODOLÓGICA

Se dice que muchas ideas, si buenas o malas eso sí que lo opine quien las escucha, ocurren en los momentos menos pensados: durmiendo, en la ducha, lavando los platos, paseando al perro… Pues esta idea se me ocurrió, cómo no, leyendo sobre lucha libre.

Para conciliar el sueño, leía “Un réquiem por la lucha libre”, la crónica que tocaba de un compendio del gran Alberto Salcedo Ramos. La lucha libre languidecía en Bogotá, él creía entender la causa: era un espectáculo maniqueo, de la lucha entre buenos y malos. Pero, luego, aparece la caridad del cronista, la súbita comprensión de lo que no lograba encajar:

“Confieso que me producen alergia las historias que lo reducen todo al blanco y al negro. Desconfío de las moralejas y por eso no leo fábulas. O las abandono a tiempo, para que el lobo no deje de comerse a Caperucita Roja y para que el dueño de la gallina de los huevos de oro pueda sacrificarla sin tener que arrepentirse. Pero este sábado, pese a toda mi resistencia inicial, me he puesto a pensar, caramba, que la realidad de un país como Colombia no tiene nada de fábula, y por eso es bueno que por lo menos en el ring los bandidos reciban su merecido. A ese luchador vapuleado como muñeco uno puede imaginárselo, por ejemplo, con la cara del ministro prepotente, con la del político ladrón o con la del vecino altanero que no nos deja dormir por las noches. Ya sé que se trata de un castigo de opereta, pero peor es nada”.  

«Un réquiem por la lucha libre» (2003) en De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas, Aguilar.

Párrafos después, mi cabeza, sin tener muy clara la causa, se revolvía entre las descripciones de esos luchadores y los pesos abstractos de los principios, sus máscaras y los nombres de los principios, el estamparle una silla en la espalda al malo y la optimización de los principios como propósito, el triunfo del bueno a pesar de la adversidad y el por qué la dignidad humana nunca pierde una ponderación…  Epifanía: ¡la ponderación es como la lucha libre!

¿DEFINIR LA LUCHA LIBRE O CARACTERIZARLA COMO UNA PRÁCTICA PUGILÍSTICA?

Es común en el lenguaje académico de los teóricos del derecho, para eludir una sistematización conceptual o la contradicción de cada uno de los conceptos que parecen bien asentados, definir algo jurídico como “una práctica”. Claro, las prácticas pueden ser descritas de muchas maneras y las contradicciones de la descripción son imputables a la complejidad de la práctica… y nos ahorramos la acusación de inconsistencia en nuestros planteamientos. Para empatizar con las malas costumbres, pero sin renunciar a algo de sistematización, deberíamos, entonces, distinguir entre el concepto de la lucha libre y su dimensión práctica.

Dentro de la clase de las competencias pugilísticas, la lucha libre es un caso excepcional, pues media entre la lucha y el teatro. Los púgiles realmente se pueden hacer daño y deben entrenarse muchísimo para que su puesta en escena sea creíble y segura. Pero no es una competición, es una performance. Este sutil vínculo entre luchar y actuar se logra mediante la distinción de los luchadores entre técnicos y rudos. El público suele apoyar a los primeros y la causa es evidente: los rudos suelen atacar en gavilla, fanfarronear con el dolor que les producen a los contrincantes, pisotear a quien está en el suelo; mientras que los técnicos no hacen nada de eso. Por el contrario, los técnicos son los que hacen mejores acrobacias, en ellos no hay torpeza ni brutalidad, pues son ellos quienes estoicamente aguantan la pelea sucia, sin emular las artimañas de los rudos.

Los técnicos tienen el favor del público, además, porque poseen nombres que denotan valores morales o estéticos superiores. Muchos de estos nombres trasuntan bondad, valentía o trasparencia: El Santo (el mítico Enmascarado de Plata), Los Hermanos Halcón, Rayo de Plata… Algo suena muy bien, estamos de su parte. Por el contrario, salvo sadismo irredento, es muy difícil hacerle porras a Black Shadow, Demonio Azul, El Monstruo del Pantano, Tinieblas, El Enterrador, El Verdugo, El Cuervo, El Siniestro, El Cavernario Galindo

En últimas, la lucha libre no distingue entre técnicos y rudos, sino entre buenos y malos: es la lucha por la justicia la que está presenciando el público, por lo que hay un abucheo generalizado cuando un rudo se comporta como rudo; y un grito de ánimo al técnico cuando se levanta de su postración: el bien debe ganar. ¿Cómo puede perder El Santo ante El Cavernario Galindo? En un mundo distópico, quizás; en este, gobernado por la justicia, jamás.

Las máscaras son otro aspecto constitutivo de este deporte. La máscara, al esconder la identidad, mantiene en el plano de la abstracción al sujeto, al individuo. Ya no se trata de Pedro, el panadero, ni Juan, el que vende ropa, son ideas puras, sin matices. Este aspecto nos resulta interesante también en la analogía, pues no se juzga al sujeto sino a la idea que representa. Dicho de otra manera, es una lucha entre las etiquetas de las cosas, no entre los atributos de estas.  

HABLAR DE LA LUCHA LIBRE COMO SI FUERA BOXEO

Si no tenemos en cuenta las propiedades del concepto de la lucha libre y nos deslizamos por el facilismo de la “práctica pugilística” podemos caer en el error de compararla con “otras prácticas pugilísticas” que tienen poco que ver en la similitud de sus propiedades esenciales, como sucede con el boxeo.

Se podría decir que confundir el boxeo con la lucha libre es equivalente a confundir el derecho con la moral. Ambos deportes tienen unas características constitutivas y unas pretensiones que es deseable que se cumplan, pero que no desdibujan la práctica, ni la convierten en otra, en caso de que ellas no se satisfagan.

El boxeo tiene pretensiones estéticas, pero no es constitutiva de su juego. Lo que constituye su juego son reglas como: solo se pelea dentro del ring, no se le pega a quien está en el suelo, los golpes solo pueden ser con los puños, y el ganador se define por vencer al rival dejándolo fuera de combate (K.O.) o por la suma de puntos técnicos. Pues bien, la pelea puede ser aburridísima. Ambos pueden estar muy defensivos, esperar que pase el tiempo de los rounds mientras el contrincante se desespera y comete un error; en el caso contrario, alguno puede caer noqueado en los primeros 30 segundos, cuando aún no ha llegado el pedido de perrito caliente a los espectadores de la primera fila. Una pelea vistosa es lo ideal, pero si no es así, igual es una competencia de boxeo en toda regla.

La lucha libre es bastante distinta. El adjetivo “libre” alude a ausencia de reglas para la lucha, vista como contienda. La verdad es que no es una contienda, es más una puesta de escena con una serie de actos. Las reglas de ese juego no son las de una competencia sino las de un espectáculo violento. Por lo tanto, si en el primer acto resulta que alguno de los luchadores cae rendido y no aparece otro aceitado rival dentro del público tirando una silla al que permanece de pie arrogante gritando al caído, pues el público se sentirá decepcionado. No ha venido a presenciar el éxito del más fuerte, sino a compartir la victoria con el más popular. El bueno es quien tiene el favor del público, ellos lo han aceptado a él antes de que entrara al cuadrilátero, da igual lo que hiciera, debe ganar, para restaurar la vigencia del bien.

El fanático del boxeo asume que quien gana, salvo amaños ilegales, es porque se impone sobre el otro: más músculo, mayor agilidad y aguante, brazos más largos, pies rápidos, etc. En el boxeo puede ganar el malo, el más odiado, el menos humilde: esto es impensable en la lucha libre. No entiende el concepto del boxeo quien afirma que esta pelea la merecía perder Kid Pambelé, por ser mal padre y esposo. Tampoco entiende el concepto de lucha libre quien afirma, con desprecio, que El Santo no era un luchador, sino un actor. A pesar de las similitudes en la práctica, como pelea, cuadrilátero y árbitros, son las diferencias las que nos permiten hablar de juegos, conceptos y prácticas distintas.

QUIEN PRESENCIA UNA PONDERACIÓN NO PRESENCIA UNA PELEA DE BOXEO, SINO DE LUCHA LIBRE

La lucha libre finge ser una pelea, cuando es un espectáculo; la ponderación finge una lucha entre principios, cuando es una puesta en escena para la prevalencia del bien. Los amigos de la lucha libre siempre quieren ver triunfar a la justicia, sin importar las reglas; los del boxeo quieren que gane el más fuerte, en el marco de las reglas. La ponderación asegura la decisión más justa; una garantía que jamás da la interpretación y aplicación de normas positivas, pues el legislador puede no ser justo o muy listo.

El problema es que la garantía de justicia en la ponderación es ilusa. Quien maniobra la balanza nos asegura la justicia de los principios, cuando lo que nos garantiza es su justicia. Aquí la lucha libre sale mejor parada. Tenemos certeza de que El Santo es el bueno, por lo que debe ganar; nunca tenemos certeza en la ponderación de que gane, por ejemplo, la Dignidad Humana y no la concepción que de dignidad tenga el ponderador. Piénsese que de dignidad humana se puede tener una visión liberal, ligada a la autonomía kantiana, y una conservadora, ligada a la dignidad como una idea trascendente a la autonomía misma.

Al igual que los luchadores cooperan para hacer el mejor espectáculo y quién gane es una cuestión secundaria, en la ponderación, formalmente, hay un debate cooperativo. Las partes interesadas en un conflicto no apuestan a su mejor luchador, pues son inocentes, prima facie, de cuál de ellos vencerá. Ellos colaboran con el juez, y el juez con ellos, en el proceso de encontrar el peso correcto de los principios en juego. Todos están del mismo lado.

La ponderación desdibuja en el marco de un proceso la existencia de agentes litigiosos, son más como profesores universitarios que se reúnen para, desde sus ópticas y sin ningún propósito retórico, sugerirle al juez cuál es la relación de pesos entre los principios en conflictos. Ese supuesto parece una enorme candidez. Si los contradictores utilizan argumentos de naturaleza ponderativa, su actividad consiste en ofrecer su balanza al juez para que éste decida si se la compra.

Los principios podrán tener prima facie el mismo valor, pero los intereses de las partes, salvo en una negociación (donde no hay juez), tienen valores absolutos, son imponderables. Poner a los intereses la máscara de los luchadores técnicos es una argucia técnica impecable, pero que teóricamente condena al derecho a un ejercicio de retórica buenista. Después de todo, tanto se pueden enseñar veloces rectos y mortíferos ganchos, como el histrionismo necesario para que una plancha o un latigazo al cuello parezca letal.

Los principios son como los luchadores técnicos, con sus nombres y sus máscaras. Siempre prevalecerán, porque están del lado del bien. Tienen una ductilidad que no tienen las normas jurídicas usuales, pues no perjudican los intereses de ninguna de las partes. Pensemos que toda norma obliga, permite o prohíbe algo. Cada regulación da a unos y quita a otros, ningún principio lo hace, por eso es tan fácil ser simpático con ellos y los intereses enfrentados pueden parecer armónicos y amigables.

Y aquí el problema definitivo: quien ve maravillado cada uno de los pasos de la ponderación, cuando admira el rigor con el que se evalúa la idoneidad de una medida para realizar un principio, cuando se le quedan los ojos como platos al ver que de todas las alternativas posibles aquella medida era la que menos restringía el principio intervenido, el que se embelesaba con las intensidades diversas que se les asignaban a los principios en cuestión… es el mismo que confunde la pelea con la pantomima. Este observador confunde el movimiento con el sonido. Cree que el teatral movimiento de las manos de un luchador contra las mejillas del otro y el fuerte agitar de la melena del castigado, como si lo hubiera golpeado un huracán, en concurrencia con un ruido seco, es la prueba de que un potente ataque está destruyendo al adversario cuando, en realidad, el sonido fue producto de un zapatazo contra una sonora tarima de madera. Una tarima diseñada para magnificar la ilusión de una verdadera lucha. Los principios no son normas optimizables, son licencias maximizables para, como diría García Amado, la libre expresión de nuestro narcisismo moral: lo nuestro como verdad objetiva.

Hay quienes lo creen. De hecho, son muchos. Particularmente, los profesores universitarios que han pensado muy poco en la estructura de las normas positivas del ordenamiento de sus países y los jueces que, de buena fe, consideran que cada vez que aplican el derecho con la ponderación están logrando algo que solo ellos pueden hacer: que siempre gane el bien. Darle la fuerza a El Santo para que no desfallezca en su lucha contra el mal.

Es cuestión nuestra, como observadores, si creemos que la ponderación es una lucha con reglas o, sencillamente, un espectáculo que nos gusta a todos: un conjunto de trucos que aceptamos, porque siempre esperamos la prevalencia de los buenos.

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