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Sobre la moral constitucional

Juan Antonio García Amado

En el Estado constitucional y democrático de Derecho se presupone que sus ciudadanos muy mayoritariamente asumen que la moral es de cada uno, pero el Derecho es de todos. Que la moral sea de cada uno lo garantizan nuestras mismas constituciones al dotar de protección nuestras libertades de opinión, creencia, información y expresión, entre otras, y al darnos derechos políticos que nos permiten llevar esas diversas ideas al terreno de la deliberación pública y la decisión legislativa de base parlamentaria y democrática. Pero si cada ciudadano tiene derecho a tener y cultivar sus creencias morales y a vivir según ellas en lo que no dañe a otros o impida su igual derecho, por definición no hay una sola moral constitucional. No cabe una confesionalidad moral de este Estado moralmente pluralista, igual que no cabe una confesionalidad moral del Estado que se tome en serio la libertad religiosa de sus ciudadanos, de un Estado religiosamente pluralista.

            De la misma manera que en las cuestiones sobre las que haya opiniones diversas entre ciudadanos con diferentes credos religiosos, o sin ninguno, no puede una corte constitucional decidir que tal o cual solución es la única constitucional porque es la que se corresponde con los postulados de la verdadera fe, no puede propiamente un tribunal constitucional tomar, frente al legislador, partido por una determinada concepción moral del matrimonio, el aborto, la propiedad privada, los préstamos a interés o la educación de los menores, por ejemplo, como si tal concepción moral fuera la única constitucionalmente exigida o la única con la Constitución compatible.

            En tales casos, ese tribunal constitucional, si tal hiciera, estaría convirtiendo el Estado constitucional en Estado moralmente confesional, lo cual es radicalmente contrario a la Constitución, incompatible con la más básica estructura de libertades e igualdad ante la ley que nuestras modernas constituciones consagran. Estaría dividiendo a los ciudadanos en ciudadanos de primera, que son los que comparten esas convicciones morales del tribunal, y ciudadanos de segunda categoría; y estaría convirtiendo a la Constitución en una Constitución de grupo y ya no en la suprema regla del juego social común entre distintos.

            Esa es la verdadera razón de la deferencia que los tribunales constitucionales deben al legislador democrático. No se trata de mitificar el poder legislativo ni de considerarlo depositario de ningún saber más alto, no se trata de pensar que la ley, por serlo, es expresión de ninguna verdad suprema o de la razón perfecta, se trata de respetar la pluralidad de creencias y el pluralismo, que son la primera y principal condición de posibilidad del orden peculiar del Estado constitucional, democrático y social de Derecho.

            La ley no es de nadie, porque es para todos, y la Constitución es de todos, porque a todos iguala y a cada uno permite ser como es y pensar como quiere. Si en el ordenamiento jurídico español será jurídicamente válido o no el contrato de maternidad subrogada, por ejemplo, debe decidirlo el legislador y no el Tribunal Constitucional, y eso porque la Constitución nada dice al respecto de modo claro y porque las normas, principios o valores constitucionales que puedan venir al caso (igualdad como prohibición de discriminación –art. 14-, dignidad humana –art. 10-, etc.) admiten perfectamente interpretaciones heterogéneas y contrapuestas. La Constitución tanto es de los que opinan lo uno, como de los que creen lo otro, pues a todos la Constitución ampara cuando así piensan y así se expresan, y cuando por eso votan, y por ninguno ha tomado partido el texto constitucional. Eso significa que tales asuntos y una infinidad de ellos los ha dejado el poder constituyente al poder legislativo. Además, sólo verlo así permite que tengan sentido nuestros derechos políticos. Pues ¿para qué habríamos de tener derecho de sufragio activo y pasivo, si sobre todo manda sin tasa el Tribunal Constitucional, porque sus magistrados y magistradas sobre cualquier cosa deciden y con su decisión añaden nuevos contenidos a la Constitución donde la Constitución callaba para ser de todos y que todos seamos iguales y a fin de que dirimamos los contenidos de la ley mediante deliberación democrática?

            En muchos países, en este tiempo, las cortes constitucionales ya no son el guardián de la Constitución, sino sus dueños, y ya no velan por el orden constitucional, sino por la conveniencia de quien a los magistrados y magistradas promueve, selecciona y nombra. Cuando un poder constitucional se evade de las normas constitucionales mismas, se vuelve poder contrario a la Constitución y supremo peligro para el orden constitucional. Si tal hacen los altos tribunales, estamos ante un golpe de estrado. Y si no obran para su propio beneficio, sino en homenaje al poder ejecutivo, volvemos a las viejas estructuras de la tiranía, aunque suenen a nuevos los ropajes teóricos que hablan de valores y principios constitucionales y de misteriosas ponderaciones en la oscuridad de los recintos mejor guardados.

            La moral constitucional es una moral de mínimos, no una moral de máximos. La moral que en nuestras constituciones se expresa es una moral que destierra ciertas prácticas y modelos de sociedad porque se consideran radicalmente injustos; y eso lo dicen las constituciones con suficiente claridad, como cuando abolen la pena de muerte o prohíben la tortura. Pero de ahí no se sigue que en los valores y principios constitucionales esté latente un programa detallado de cómo deba organizarse exactamente cada institución y cada tipo de relación social: cuál sea el interés máximo por un préstamo, cuál la pena mínima por un robo, cuál la edad exacta para poder casarse, cuál el plazo debido para interponer una demanda civil, cuántos los días que debe durar un ingreso hospitalario por una cirugía cardiaca, cuáles las causas exactas para poder divorciarse, cuál el precio para estudiar una carrera en la universidad pública, etc.

            La Constitución española, en su artículo 32.1, dice que “El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica” y eso marca una condición bien clara, un límite patente: no puede haber, dentro del matrimonio, discriminación para el hombre ni para la mujer. Fuera de eso, será el legislador el que decida otros detalles, todo cuanto ahí no quedó con esa claridad plasmado como límite. Cuando en el artículo 31 de la misma Constitución se dice que el sistema tributario español tiene entre sus principios rectores el de progresividad, se indica que algún grado de progresividad tendrá que darse, pero de ahí no sale el grado de progresividad exacto que deba tener el impuesto sobre la renta de las personas físicas para que la norma que lo regula sea constitucional.

            Todo eso pertenece a la libertad de configuración del legislador, pero no porque el poder legislativo tenga acceso a verdades superiores sobre la justicia o a conocimientos más precisos sobre el sentido de los imperativos constitucionales, sino porque si el legislador no tiene margen para configurar las instituciones, eligiendo entre distintos modelos basados en diferentes ideas sobre lo justo y lo bueno, entonces los derechos de los ciudadanos decaen y pierden su sentido, desde los derechos de libertad hasta los derechos políticos: ¿de qué le vale al ciudadano poder pensar y debatir con sus iguales sobre cuál es el mejor modelo de matrimonio, manifestarse y asociarse para defender su punto de vista y votar al partido que lleve en su programa la propuesta que mejor se corresponda con su ideal, si a la postre cualquier cosa que en ley se convierta tendrá que pasar por el control de detalle a cargo del Tribunal Constitucional y podrá éste anular hasta la norma que en nada contradiga lo que la Constitución dice, pero que presuntamente no sea la mejor realización posible del principio de protección de la familia, de los valores subyacentes a la institución matrimonial o del principio de libre desarrollo de la personalidad?

            Los derechos de los ciudadanos, y especialmente los derechos sociales, sólo por ley se imponen y se defienden. Pero la ley está siendo atacada hoy por quienes dicen que ya no vivimos en un Estado de legalidad y por los que pretenden que la constitución es la chistera de la que las altas cortes sacan conejos y palomas cuando buscan presas para su pasatiempo los cazadores de siempre. Nuestras constituciones son imprescindibles, pero sin la soberanía popular y la ley democráticamente legitimada se vuelven papel mojado, pretexto para viejas y nuevas opresiones.

            Atacar la constitucionalidad de las leyes en nombre de la moral verdadera es inconstitucional y es inmoral. Y es, a la vez, un intento de retornar a las pasadas maneras del despotismo más o menos ilustrado. Hagamos que recuperen los pueblos su soberanía, dentro de los sabios márgenes de constituciones que lo sean de todos y para todos.

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