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El interés superior del menor. Entre el mito y la utilidad práctica real

Juan Antonio García Amado

I. El interés superior del menor como regla interpretativa de principio

            Llamo reglas interpretativas de principio a las que funcionan como reglas interpretativas de cierre dentro de una disciplina jurídica o sector de ella (Derecho laboral, Derecho penal, Derecho de menores…). Que sean reglas interpretativas de cierre significa que juegan en caso de duda entre interpretaciones posibles y que ofrecen entonces una pauta de decisión ligada a los principios inspiradores o fundantes de ese sector de lo jurídico. Tal sucede con el principio pro operario o favor laboratoris, en el Derecho laboral, o con el llamado principio de conservación del negocio jurídico, en el Derecho de obligaciones, por poner solo un par de ejemplos de entre muchos posibles. Estas reglas interpretativas se extraen de los principios últimos que dan sentido u orientación general a una rama de lo jurídico.

Así, por seguir con el ejemplo, si el fundamento último del Derecho laboral, al menos en sus orígenes, es un fundamento tuitivo, de protección del trabajador como parte más débil en el contrato de trabajo, tiene sentido resolver los dilemas interpretativos que en la práctica puedan surgir mediante la elección de aquella interpretación, de entre las posibles de la norma que viene al caso, que más favorezca al asalariado en su disputa judicial con el empresario. No se trata de principios que se ponderen para justificar decisiones contra legem, sino de genuinas reglas o directivas intepretativas que ofrecen argumentos para justificar una opción entre las interpretaciones posibles, dentro del respeto a las reglas del lenguaje y de la lógica.

            Son muchas y variadas las reglas interpretativas de principio. Aquí trabajaremos sólo con la regla de interés superior del menor o favor minoris.

            Tomaremos como referencia y ejemplo el artículo 172 ter, apartado 2, del Código Civil español, que dice así, dentro de la Sección Primera del Capítulo V del Código, que habla de la guarda y acogimiento de menores:

            Se buscará siempre el interés del menor y se priorizará, cuando no sea contrario a ese interés, su reintegración en la propia familia y que la guarda de los hermanos se confíe a una misma institución o persona para que permanezcan unidos. La situación del menor en relación con su familia de origen, tanto en lo que se refiere a su guarda como al régimen de visitas y otras formas de comunicación, será revisada, al menos cada seis meses.

            Nos interesa, en ese marco, la expresión “interés del menor”. Lo que se indica es que a la hora de organizar la acogida del menor “en situación de desamparo” (art. 172.1 del Código Civil), toda autoridad, y también los jueces, como elemento último de control, debe regirse antes que nada por la alternativa que mejor satisfaga el “interés del menor”; evidentemente, en un sentido objetivo de la expresión. Y ahí están, precisamente, los problemas.

            Es imprescindible que distingamos varios aspectos: cómo se interpretan esas mismas reglas o expresiones normativas, cómo operan en cuanto aplicadas a los hechos y cuál es su propia función interpretativa, la función propiamente dicha de reglas interpretativas.

1. La interpretación de los términos en que la regla se expresa

            En este ejemplo que tomamos para empezar, se trata de establecer qué forma parte del interés del menor y cuál podría eventualmente ser la jerarquía u orden entre los diversos elementos que se pueda entender que conforman tal interés. Si a alguien que tenga una extensa finca apta para frutales se le indica que debe plantar en ella los frutales más productivos, lo primero que deberá concretar es qué se entiende por frutales “más productivos”. Por ejemplo, ¿priman como tales los que den más kilos de fruta, los que empiecen a darla más pronto después de plantarlos o los que, aun produciendo menos cantidad y más tarde, den frutas de alto precio en el mercado?

            Imaginemos que una norma dijera que para el acceso de los ciudadanos a determinados puestos o prestaciones se dará preferencia a su “fortaleza física”. ¿Qué habría de contarse como fortaleza física? A efectos de la norma, ¿una persona que mide dos metros, pesa ciento veinte kilos y es capaz de levantar doscientos kilos tiene o no tiene más fortaleza física que una que mida un metro y medio, pesa cincuenta y cinco y levanta cien? ¿Tomamos “fortaleza física” en términos relativos o en términos absolutos? Pero, al fin y al cabo, ¿por fortaleza física hay que entender la fuerza que cada cual puede aplicar al levantar peso o debe, en lugar de eso o además de eso, contar la resistencia en carrera, la aptitud física para soportar cosas tales como el frío o el calor, etc.?

            Parece más adecuado pensar que en la referencia o contenido de “fortaleza física” hay que integrar esas variables que acabos de mencionar (fuerza, diversas modalidades de resistencia, etc.), y que algo similar pasará en el caso de conceptos de uso jurídico como “interés del menor”. Pero, sea como sea, lo primero que necesitamos es una mínima relación de las cosas que al efecto cuentan y de las que no cuentan. Así, podrá valer como “fuerza física” la resistencia en carrera, pero seguramente no deberá contar la capacidad para engullir grandes cantidades de comida o para dormir veinte horas seguidas. Y lo mismo si pensamos en “interés del menor”: ¿va en pro de tal interés el que pueda tener un muy alto nivel de vida, con todo tipo de lujos, o el que sus alimentos se los elabore a diario el chef de un restaurante con estrellas Michelin?

            Supóngase que hacemos un cuestionario con diversos contenidos referidos a lo que pueda ser parte del interés de los menores de edad y que incluimos cosas tales como buena alimentación, posibilidades de estudiar en colegios de élite, ambiente familiar agradable, vivienda cómoda y con buenas prestaciones, zona de residencia de alto nivel, posibilidades económicas boyantes en la actualidad y para el futuro, afecto familiar, alejamiento de ambientes relacionados con drogas o alcohol, buen nivel cultural en la casa… Si preguntamos a cualquier persona si todos esos factores son elementos del interés del menor, habrá coincidencia en la respuesta afirmativa. Si, de propina, planteamos si la ausencia de cualquiera de esos elementos o su grado más bajo va en contra del interés del menor, también se nos contestará de modo afirmativo, probablemente.

            Así que las cosas parecen fáciles, en principio y sobre el papel: si hay una familia de acogida con alta calificación en todos esos elementos y una familia biológica que falla en alguno de ellos (por ejemplo, porque es muy pobre o porque el padre o la madre son alcohólicos), ¿autoriza el interés del menor a decidir ya, sin más y únicamente constatados todos esos detalles, a favor de la familia de acogida y en contra de la familia biológica? Diríase que no, pero ¿por qué?

            Una solución podría consistir en jerarquizar los factores que hemos dicho que conforman los contenidos o referencias del interés del menor. Pero de inmediato vamos a topar con dos dificultades. Una, que toda enumeración de tales factores será siempre abierta y cabe que en cualquier momento alguien ponga sobre la mesa un elemento más que, al menos para él, es fundamental a la hora de dibujar lo que forme parte del interés del menor de edad. Por ejemplo, ¿por qué no añadir a la lista de antes el elemento consistente en las costumbres sexuales de la familia, sea la de acogida o la biológica? ¿Es o no relevante que una sea una familia estrictamente basada en la pareja y que en el otro caso se trate de eso que ahora llaman poliamor y que en realidad la convivencia casera y la relación sexual entre los adultos sea de a tres? La mitad de las personas que conozco dirían que por supuesto que eso importa mucho y la otra mitad defenderían que no tiene nada que ver con lo que haya de tomarse como relevante para el interés del menor. ¿Los unos o los otros decidirán distinto si como jueces tienen que resolver un caso tal y decidir dónde debe vivir el menor?

            La otra dificultad se encuentra en que en verdad es imposible hacer una jerarquía entre tales factores. ¿Es más importante la posibilidad de recibir una educación de mucha calidad o el tener mucho afecto de la familia? ¿Vivir en un barrio seguro y con buen ambiente o tener un hogar sin familiares que se droguen o beban en exceso? Y así sucesivamente. Y no vale responder que todo mucho y todo igual, porque los litigios que el juez debe fallar implican dilemas así: por ejemplo, una familia de acogida que vive en una buena zona de la ciudad y con holgura económica, pero cuyo padre tiene problemas de alcoholismo, y una familia biológica mucho más pobre y que habita un barrio muy inseguro para los niños, pero siendo los dos progenitores personas muy religiosas y que jamás prueban las drogas ni el alcohol. ¿Cuál de las alternativas es más acorde con el interés del menor?

            Resumiendo, no se puede aplicar una pauta normativamente establecida, como esta del interés del menor, sin presuponer o dar tácitamente por obrante una relación de los factores que configuran dicho interés. De esa manera, más o menos conscientemente, se estará interpretando lo que signifique “interés del menor”. Lo que sucede es que esta noción es de un tipo especial y su interpretación también tiene la correspondiente especialidad. Veámoslo.

            Hay términos cuya referencia es un “objeto” delimitado por determinadas propiedades, y el problema interpretativo está, en la práctica, en dos tipos de asuntos. Uno, en si una determinada propiedad forma parte o no de esos elementos constitutivos o definitorios de tal objeto. El otro asunto problemático es el de si una de esas propiedades definitorias del objeto referido concurre o no en el caso. Examinemos algún ejemplo sencillo.

            Imagínese una norma que prohíba a los estudiantes de determinado centro educativo concurrir a los exámenes llevando libros entre las pertenencias con la que entren en el aula. El diccionario de la Real Academia Española define libro como “Conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”, en su primera acepción, y en la segunda como “Obra científica, literaria o de cualquier otra índole con extensión suficiente para formar volumen, que puede aparecer impresa o en otro soporte”. Basta ver esas dos acepciones para que podamos pensar en el problema que puede suscitarse si, rigiendo esa norma, un estudiante acude al examen portando entre sus pertenencias la mitad de las hojas sueltas, desencuadernadas, de un libro. A efectos de tal norma, ¿cuenta como libro sólo el total de las hojas o también una parte de ellas? ¿Es necesario que se mantenga la encuadernación para que se tenga por libro o también con las hojas desencuadernadas pasa por tal a tales efectos normativos? Vemos ahí que lo que está en juego son las propiedades definitorias de lo que vaya a contar como libro.

            Pongamos que se ha establecido, por vía interpretativa, que una de aquellas propiedades que han de concurrir para que el objeto sea libro, a los fines de aplicación de la norma en cuestión, sea la encuadernación. Sentada como esencial tal propiedad, pueden surgir problemas a la hora de dictaminar si es o no encuadernación el simple cosido muy elemental con un sencillo hilo o el que las hojas estén unidas nada más que por una grapa.

            Pero hay otro tipo de “entidades” o “cosas” referidas en nuestro lenguaje, y también por las normas. Se trata de conceptos complejos que se definen mediante un conjunto abierto de propiedades valorativas. Pensemos en nociones como “bienestar”, “interés público”, “dignidad”, “libre desarrollo de la personalidad”…, o “interés del menor”. Así como las “cosas” de la modalidad anterior se identifican por la acumulación de una serie de propiedades constitutivas o conjuntamente definitorias (hojas de papel, encuadernadas y formando un volumen), estas otras nociones se integran mediante propiedades alternativas (en cuanto que no han de concurrir acumuladas) y que pueden darse en diferente medida. Eso hace que no podamos delimitarlas con un “ahí está” (como cuando decimos ahí está un libro, eso es un libro) o un “ahí no está” (como cuando decimos que eso no es un libro, es otra cosa, por ejemplo, un periódico), sino que su existencia es gradual: lo aludido por la palabra o expresión (v.gr., interés del menor”) se da en mayor medida cuantas más concurran de esas propiedades relacionadas y cuanta mayor sea la proporción en que concurran.

            Para mayor dificultad, sucede que de cada una de esas propiedades puede plantearse tres discusiones: si es una de las que conforman la categoría en cuestión (por ejemplo, si el disponer de costosa tecnología de última generación para el estudio y el tiempo libre forma parte o no de lo que sea el interés del menor), si determinado objeto o estado de cosas encaja o no dentro de esa propiedad (por ejemplo, admitido que disponer de aquellas tecnologías sí sea parte de los factores que conforman el interés del menor, si un aparato de televisión de última generación es o no es una de aquellas tecnologías que aquí cuentan) y si la proporción en que esa circunstancia se da es relevante o suficiente (por ejemplo, si, respondidas afirmativamente las dos cuestiones anteriores, una televisión de cinco años de antigüedad y que no sea una Smart TV con conexión a internet se inserta o no entre esas tecnologías “de última generación que…”).

            Nociones como la de “interés del menor” son de este seguido tipo y, por consiguiente, su aplicación deja mucho más amplios espacios a la discrecionalidad judicial, ya desde este primer momento interpretativo o de carga de significado del concepto.

            Sin duda, no es posible delimitar por anticipado todos los elementos concurrentes o aludidos por expresiones como “interés del menor”. Las reglas argumentativas que aquí podemos poner en juego serían las siguientes:

            (i) La inclusión de cualquier factor o elemento en la noción tiene que estar tanto más extensa y detalladamente justificada cuanto menos evidente o indiscutible resulte en el contexto social respectivo. Por ejemplo, es evidente que el disponer de educación o alimento forma parte del interés del menor, pero es más dudoso y necesita mayor justificación entender que también se integra ahí el acceso por el menor a tecnologías de última generación.

            (ii) Muy cercanamente al punto anterior, no cabe manejar una concepción tan estricta del interés del menor, que lleve a concluir que una mayoría de los menores en realidad verían mejor satisfecho su interés con un cambio de familia jurídicamente implementado. Quiere decirse que, si concluyéramos que sólo con acceso a viviendas de alto estándar, a educación de la mejor calidad o al ocio más sofisticado se satisface el interés del menor, entonces deberíamos concluir que hay en este principio razón suficiente para separar de sus familias a todos los menores pobres a los que quiera alguna familia muy rica acoger. En consecuencia, el criterio aplicativo no puede ser el de comparar estándares de satisfacción de los factores en juego, sino el de determinar si en la familia de origen se satisfacen los mínimos debidos y sin los cuales ese interés se ve dañado. Insisto, no se trata de ver dónde es más altamente realizado lo que componga el interés del menor, sino de decidir si en la familia que reclama el cuidado y custodia del menor se cumplen los mínimos exigibles.

            Pero démonos cuenta de que, si eso es así, no se tratará ya tanto de definir qué compone el interés del menor, sino de delimitar cuáles son las condiciones mínimas que ha de reunir la familia biológica, en la idea de que es la ausencia de tales condiciones lo determinante para la decisión de separar al menor de tal familia. En otras palabras, ya no es que al menor le interese objetivamente más estar con una familia de costumbres más sanas, sino que es contrario a su interés convivir con una de hábitos tan insanos como la suya.

            Así pues, el abogado habilidoso en esa materia no deberá tanto subrayar lo bien que puede estar el niño con la familia de acogida, cuanto tratar de probar que con la familia biológica no se satisfacen los más básicos estándares del interés del menor.

            (iii) Lo que se incluya como componente del interés del menor no puede ser algo que dependa de o condicione el ejercicio de algún derecho fundamental por su familia o su medio. Así, es derecho de cada ciudadano el de profesar creencias religiosas de uno u otro tipo y ponerlas en práctica o el de no tener ninguna, y por eso no cabe defender que forma parte del interés del menor el integrarse en una familia que tenga unas u otras o que no las tenga.

2. Cómo opera la regla al aplicarse a los hechos del caso

            Vamos a exponer esta parte de la mano de un caso, el de la sentencia 565/2009 del Tribunal Supremo español, Sala Civil, de fecha 31 de julio.

            Los hechos son los siguientes. La Administración pública competente había acordado la declaración de desamparo y acogimiento familiar preadoptivo de una menor, de conformidad con el artículo 172 del Código Civil[1]. La madre biológica de la menor impugnó tal acuerdo, pero el Juzgado de Primera Instancia desestimó tal impugnación. En su auto, el Juzgado de Primera Instancia fundamenta en los siguientes elementos fácticos su decisión de mantener el acogimiento preadoptivo y negar la vuelta de la menor con la madre:

            “La situación de desamparo tal y como la prevé el art. 172 CC supone el incumplimiento o imposible o inadecuado ejercicio de los deberes de protección establecido para la guarda de los menores ha quedado acreditado en este procedimiento, pues consta en este expediente de la Consejería de Bienestar Social que declaró en situación de desamparo al menor que existía negligencia en el cuidado de la menor, inadecuadas condiciones de la vivienda, conflictos de pareja y negativa a admitir el apoyo de los servicios sociales, se adjuntan informes de la policía nacional que afirman que D.ª María del Pilar ejerce la prostitución estando presente el marido y la hija, sin embargo estas alegaciones se refieren a una etapa muy temprana de la vida de Paulina y en la actualidad dado que la situación puede haber cambiado se acordó la pericial psicológica y en su informe la psicóloga del juzgado afirma que aunque en la actualidad D.ª María del Pilar se encuentra adaptada y con estabilidad familiar presenta déficit en áreas cognitivas y en habilidades sociales y carece de herramientas sobre educación, estilos educativos etc. para el cuidado y educación del hijo, por lo que necesitaría ayuda de otras personas y de los servicios sociales, es preciso destacar que en la actualidad vive con su nueva pareja y tienen un bebé, lo que supondría tener que enfrentarse a la crianza de dos niñas concluyendo que el beneficio de Paulina es que se desarrolle en una estabilidad afectiva y ambiental y dado que se encuentra adaptada e integrada social, escolar y familiarmente es aconsejable mantener la situación actual y concluir la adopción dado que un cambio en la situación de la menor con tras años podría producir un desajuste psicológico con problemas de estrés y ansiedad, aprendizaje y de comportamiento”.

            Hubo recurso de la madre contra tal resolución y fue revocada por sentencia de la Audiencia Provincial, que ordena la inmediata recuperación de la custodia por la madre. Es importante resaltar el siguiente párrafo que en tal sentencia de la Audiencia Provincial se contiene:

            “… se hace necesario estimar que la asistencia moral y material de los menores en orden a la declaración de desamparo ha de merecer una interpretación restrictiva, buscando un equilibrio entre el beneficio del menor y la protección de sus relaciones paterno-filiales, de tal manera que sólo se estime la existencia del desamparo cuando se acredite efectivamente el incumplimiento de unos mínimos de atención al menor exigidos por la conciencia social más común, ya que, en definitiva, si primordial y preferente es el interés del menor, es preciso destacar la extraordinaria importancia que revisten los otros derechos e intereses en juego, es decir, los de los padres biológicos y los de las restantes personas implicadas en esa situación (SSTC 143/1990 y 298/1993)”. “En definitiva, la situación de desamparo, sea voluntaria o querida por los progenitores, ha de ser siempre estimada restrictivamente” (el resaltado es nuestro).

            La sentencia reprocha a la Administración no haber intentado corregir la situación ayudando a la madre a adquirir las habilidades necesarias para el adecuado cuidado de su hija, pues aquella situación inicial no era irreversible. Señala la sentencia que la madre tiene un retraso mental leve y “limitaciones en habilidades sociales”, apenas sabe leer y escribir y tiene un origen social muy humilde, pero ha rehecho su vida con una pareja, tiene ahora ingresos suficientes y cuida adecuadamente un nuevo bebé. Según los dictámenes periciales, necesita recibir apoyo para la educación de sus hijos.

            Y concluye así la sentencia:

            “… la Sala no encuentra que concurran razones tan graves como para privar a una madre biológica de su hija, separándola de ella y entregándola en adopción a otras personas, pues ello debe quedar reservado para supuestos gravísimos que van mucho más allá de tener más o menos habilidades sociales, mayor o menor cociente intelectual o formación académica y por supuesto tener unos u otros recursos económicos. Ni la pobreza ni la incultura ni la poca inteligencia como dijimos, son en sí mismas causas que impliquen desatención y desamparo de la prole y en cualquier caso, cuando una situación se basa en las mismas, cuando se aprecia que la madre puede recibir ayuda para adquirir las habilidades de las que carece, la obligación de los poderes públicos es prestar esa ayuda y colaboración (adoptando además mientras tanto las medidas de protección que sean necesarias) para evitar llegar a la más dramática de las situaciones imaginables, cual es la separación de por vida del niño, de su familia biológica. La actual situación de María del Pilar, no se diferencia mucho de la de una gran parte de familias de bajo nivel sociocultural, a las que no se les priva de la custodia de sus hijos de forma definitiva y se dan en adopción a otras familias. Llama por último poderosamente la atención el hecho de que la madre ha tenido recientemente una nueva hija y sin embargo no consta en el expediente que se haya adoptado ninguna medida de protección respecto a la misma, evidentemente porque no ha sido necesario, luego si la madre está capacitada para mantener la custodia de un hijo de pocos meses, con mayor motivo lo está para recuperar la de su primera hija, al haber desaparecido las razones que justifican su intervención” (el resaltado es nuestro).

            La Administración pública interpone recurso de casación ante el Tribunal Supremo con base en dos cuestiones, de las que aquí solo nos importa una. Admitido el recurso, en esta sentencia que tomamos como base el Tribunal Supremo casa la de la Audiencia Provincial y confirma la primera resolución y, por tanto, la separación de la menor de la madre y su acogimiento preadoptivo por la pareja en ese momento a su cargo.

            Antes de recapitular lo que hasta aquí llevamos del caso, recordemos que tanto en la versión vigente cuando los hechos ocurren y estas sentencias recaen, como en la versión actualmente en vigor (artículo 172 ter), el Código Civil español señala que se buscará siempre el interés del menor y la reintegración en su propia familia se priorizará cuando no sea contraria tal reintegración a dicho interés del menor[2].

            Pero ya van apareciendo tres maneras diferentes de interpretar esta amalgama de pautas:

            a) Prima el interés del menor. Aquí el interés del menor se impone en el balance final a cualquier otra consideración. Una vez que se ha sentado cuál de las alternativas en juego es más favorable al interés del menor, esa alternativa vence. Aquí no hay propiamente ponderación o juicio comparativo del grado en que en la situación se satisfacen esas dos pautas, la del interés del menor y la del mantenimiento de la convivencia de la familia biológica. Lo que se compara no es eso, sino en qué medida el interés del menor se ve satisfecho con la familia biológica o con la familia de acogimiento preadoptivo. La opción que más satisfaga dicho interés es la opción que vence. Este es el modo de aplicación que más parece corresponderse con la expresión exacta “interés superior del menor”. Sin embargo, nunca o casi nunca se aplica sin más esta interpretación, ni siquiera en las situaciones en las que en un momento anterior se ha diagnosticado desamparo del menor.

            b) Prima la reintegración en la familia de origen, siempre que esta cumpla con unos mínimos que no la hagan totalmente incompatible con el interés del menor. Aquí el interés del menor nada más que obra como condición mínima y se impone solamente cuando no se satisface en ese mínimo grado. Con este punto de vista, basta que la familia biológica no incumpla con los mínimos exigibles para que se decrete que es con la familia biológica con la que el menor ha de permanecer. Se considera acorde con el interés del menor todo lo que no sea radicalmente incompatible con tal interés, no lo que mejor lo satisfaga.

            c) Tercera interpretación: se considera que interés del menor y reagrupación de la familia biológica son dos pautas que deben combinarse en cada caso y a la luz de las circunstancias de cada caso, viendo en cada uno su peso relativo. Es la perspectiva que propiamente se puede llamar ponderadora.

            Por hacer una comparación más, es como si a la hora de elegir camisa para ir al trabajo, se nos indica que deben primar estos dos criterios: la alegría de los colores claros y la elegancia de los colores oscuros. En esa tesitura, habrá que ver caso a caso y según las circunstancias precisas cuál de esos dos criterios prevalece y, en consecuencia, qué camisa conviene elegir. Así, si el día es despejado, luce el sol y la reunión que se tiene en la empresa es con gente joven, puede ser más adecuada la camisa de color claro, mientras que si es invierno, hay un encuentro con colegas serios y de edad y el clima es frío, posiblemente convenga más la camisa oscura. ¿O será al revés y mejor sería compensar la oscuridad del día y la fría temperatura a base de poner una camisa blanca, que es, además, la que mejor identifica la gente mayor con la vestimenta formal? Cuando se sopesan las circunstancias de cada caso siempre puede haber distintas maneras de asignarles peso y de condicionar así el resultado final de la ponderación.

            Ahora pasemos a la sentencia del Tribunal Supremo. Veremos que aparenta trabajar con esa tercera interpretación de las pautas normativas, la ponderadora, pero en realidad está aplicando la segunda, la de paradójica preferencia de la familia biológica, aun cuando en este caso que analizamos se falle contra tal familia.

            La cuestión que nos importa la trata la sentencia en el fundamento de derecho sexto y titula “Ponderación del interés del menor en relación con la posible reinserción en la familia biológica”. Se nos recuerda la Declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 3 de diciembre de 1986 y el artículo 9 de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño[3], de 1989, y se nombran como “principios” el de reinserción en la propia familia y el de interés del menor.

            Lo esencial de la caracterización de tales “principios” viene a continuación:

            “Estos principios, considerados en abstracto, constituyen principios de fin o directrices, en cuanto no establecen mandatos genéricos por razón del objeto, sino por razón del fin. En consecuencia, ninguno de ellos impone soluciones determinadas, sino que deben aplicarse mediante una técnica de adecuación a los fines impuestos, que debe aplicarse con criterios de prospección o exploración de las posibilidades futuras de conseguirlos. En suma, su cumplimiento exige atender a la consecución del interés del menor, mediante la adopción de las soluciones que, por una parte, le sean más beneficiosas y, por otra, que permitan la reinserción en la propia familia”.

            Considerable oscuridad, argumentación farragosa y asistemática. Es el consabido gusto por las dialécticas síntesis de contarios. Decir que la solución ha de ser a la vez la más beneficiosa para el menor y, al mismo tiempo, la que permita la reinserción en la familia es como sentenciar que una persona que está enamorada de una nueva pareja debe hacer lo que le dé mayor felicidad y, al mismo tiempo, regresar con su cónyuge de antes. 

            Sigue así:

            “Desde este punto de vista, se advierte la superior jerarquía que el legislador atribuye al deber de perseguir el interés del menor, pues la directriz sobre el interés del menor se formula con un sintagma de carácter absoluto («se buscará siempre»), mientras que la directriz sobre la reinserción familiar se formula con carácter relativo («se procurará»).

            Ambos principios o directrices pueden entrar en contradicción, puesto que las soluciones más adecuadas al interés del menor pueden no ser las que favorezcan la reinserción en la familia. Cuando existe esta contradicción se impone una técnica de ponderación que exige valorar el peso que el legislador atribuye a cada una de las directrices, para atribuir valor preponderante a una u otra de ellas. Desde esta perspectiva se advierte la superior jerarquía que el legislador atribuye al deber de perseguir el interés del menor, pues la directriz que ordena procurar la reinserción familiar se subordina expresamente a ella («cuando no sea contrario a su interés»).

            Debe concluirse que el derecho de los padres biológicos no es reconocido como principio absoluto cuando se trata de adoptar medidas de protección respecto de un menor desamparado y tampoco tiene carácter de derecho o interés preponderante, sino de fin subordinado al fin al que debe atenderse de forma preferente, que es el interés del menor. La adecuación al interés del menor es, así, el punto de partida y el principio en que debe fundarse toda actividad que se realice en torno a la defensa y a la protección de los menores. Las medidas que deben adoptarse respecto del menor son las que resulten más favorables para el desarrollo físico, intelectivo e integración social del menor y hagan posible el retorno a la familia natural; pero este retorno no será aceptable cuando no resulte compatible con las medidas más favorables al interés del menor.

            Y acaba de este modo:

            “En conclusión, esta Sala sienta la doctrina de que para acordar el retorno del menor desamparado a la familia biológica no basta con una evolución positiva de los padres biológicos, ni con su propósito de desempeñar adecuadamente el rol paterno y materno, sino que es menester que esta evolución, en el plano objetivo y con independencia de las deficiencias personales o de otro tipo que puedan haber determinado el desamparo, sea suficiente para restablecer la unidad familiar en condiciones que supongan la eliminación del riesgo de desamparo del menor y compensen su interés en que se mantenga la situación de acogimiento familiar en que se encuentre teniendo en cuenta, entre otras circunstancias, el tiempo transcurrido en la familia de acogida, si su integración en ella y en el entorno es satisfactoria, si se han desarrollado vínculos afectivos con ella, si obtiene en la familia de acogida los medios necesarios para su desarrollo físico y psíquico, si se mantienen las referencias parentales del menor con la familia biológica y si el retorno al entorno familiar biológico comporta riesgos relevantes de tipo psíquico”.

            El problema de planteamientos como el de esta sentencia, tan frecuentes, está en que entremezclan sin claridad conceptual y metodológica las tres alternativas que antes mencioné: la de prioridad del interés del menor, la de prioridad del reagrupamiento de la familia biológica y la ponderadora. Analicemos.

            Si se dice que “ambos principios o directrices pueden entrar en contradicción, puesto que las soluciones más adecuadas al interés del menor pueden no ser las que favorezcan la reinserción en la familia”, es porque se quiere partir de un enfoque ponderador, tal como se apunta en el citado título que se pone al fundamento de Derecho sexto en que estos párrafos decisivos se recogen. Se hace aun más patente al añadir que “Cuando existe esta contradicción se impone una técnica de ponderación que exige valorar el peso que el legislador atribuye a cada una de las directrices, para atribuir valor preponderante a una u otra de ellas”. Y se acaba en que “Desde esta perspectiva se advierte la superior jerarquía que el legislador atribuye al deber de perseguir el interés del menor, pues la directriz que ordena procurar la reinserción familiar se subordina expresamente a ella”.

            Ese planteamiento es contradictorio. Veámoslo con un ejemplo, del tipo del que ya venimos nosotros usando. Imaginemos una regulación de la indumentaria con que los varones deben acudir a los funerales. Esa regulación puede tener, en lo que nos interesa aquí, dos versiones a las que llamaré Regulación 1 y Regulación 2.

            – Regulación 1. Para asistir a funerales, los varones habrán de elegir un vestuario que sea apropiado a la estación y el clima del momento y que no desentone gravemente con la seriedad y el luto debidos en tales actos.

            Esa Regulación 1 pone a la par los dos “principios”, el que podemos llamar principio de adecuación climática y el que se puede denominar principio de luto. Puesto que la maximización de cada principio puede dar lugar a soluciones que patentemente vulneren el otro, toca buscar el adecuado equilibrio mediante el examen pormenorizado de las circunstancias y las posibilidades. No hay más salida que la resolución caso a caso, el casuismo. La alternativa es puramente dilemática y las alternativas dilemáticas se deciden ponderando, lo cual significa que el sujeto que decide atribuye a las circunstancias específicas de cada caso un peso o relevancia en relación con los “principios” alternativos. No es que estén en pugna los dos “principios”, sino que hay que combinarlos viendo la proporción en que cabe satisfacer cada uno, para buscar la solución que maximice el balance conjunto.

            Así, un clima muy caluroso en el funeral de ahora puede obrar como razón fuerte en pro de una prenda ligera y no de un traje con camisa y corbata (“principio” de adecuación climática), pero no será adecuado lucir una guayabera blanca o un polo claro y muy veraniego (“principio” de luto), por lo que tal vez procede camisa oscura con chaqueta oscura ligera, sin corbata.

            Son múltiples los factores que pueden ser tomados en cuenta al aplicar combinadamente, ponderando, ambos principios en el contexto de una regulación como esta Regulación 1. Por ejemplo, ¿dentro de los factores climáticos hay que contar sólo la temperatura o también el riesgo de lluvias y su posible intensidad? En cuanto al “principio” de luto y seriedad, ¿exige un cuidado particular en la combinación de los colores, aun entre los oscuros, o no se vulnera tal “principio” si se combina una chaqueta negra con una camisa verde olivo y una corbata azul cobalto?

            Con regulaciones de este tipo y con las correspondientes ponderaciones es inevitable una dosis de discrecionalidad del que decide, aunque sea dentro de unos márgenes acotados.

            – Regulación 2. Para asistir a funerales, los varones habrán de elegir un vestuario que sea apropiado a la estación, pero, en todo caso, las prendas principales deberán ser de color negro.

            Lo que aquí vemos es que no hay dos principios o directrices que pueden chocar y cuyo equilibrio mejor ha de buscarse, sino un principio que solo opera en el marco del perentorio cumplimiento de una condición. La condición, que no es ponderable, es que las prendas principales deben ser de color negro. El principio es que, dentro del respeto a tal norma estricta, se puede valorar y elegir cuál es la prenda que más conviene al clima. Así, se podrá decidir vestir con americana o ir en camisa y sin americana, pero habrá que entender que la americana deberá ser negra o deberá serlo la camisa.

            Que haya que interpretar qué significa “prendas principales” y que para tal interpretación sea posible tomar en cuenta diversos factores no convierte el caso en un caso de ponderación. Una cosa son las valoraciones para preferir una u otra de las interpretaciones posibles de “prendas principales”[4] y otra cosa es que no puede compensarse que las prendas principales no sean negras a base de indicar lo apropiadísimas para la estación que son las prendas de otro color que se escogieron.

            Estamos sumamente acostumbrados en nuestra vida ordinaria a decidir aplicando regulaciones de ambos tipos. Así, si al elegir los regalos de cumpleaños para mi pareja me guío por la doble pauta de que sean de su gusto y no sean muy costosos, aplico simultáneamente dos “principios”, el de satisfacción del gusto y el de economía. Con eso excluyo dos alternativas[5]: la de los regalos muy caros y la de los regalos que en modo alguno le gusten[6], pero es muy amplio el margen de decisión que me queda entre los que pueden encajar en sus gustos y no tienen un precio desmesurado. Dentro de ese marco de discrecionalidad, elegiré caso a caso según las circunstancias concurrentes: qué le regalé en pasados años, qué pensarán regalarle nuestros hijos, de qué cosas tiene más o menos, qué planes hay para el próximo año y que puedan hacer más apto uno u otro de los regalos posibles… Que yo busque el mejor regalo y el que maximice la satisfacción conjunta de los dos “principios”, que esa sea la actitud que me guía, ni excluye el elemento discrecional de mi decisión ni implica que objetivamente exista “la única respuesta correcta” en regalos.

            En cambio, obro según una regulación del segundo tipo (Regulación 2) cuando me mueve lo siguiente: debo comprarle a mi pareja un regalo que le guste lo más posible y que no cueste más de cien euros, que son exactamente los que tengo presupuestados para ese fin. Entonces, resulta que yo aplico perentoriamente una norma que impone una condición irrebasable y simplemente valoro según la otra pauta las alternativas que me quedan. Es decir, de entre lo que cueste cien euros o menos, puedo elegir lo que me parezca que más le va a gustar. En este caso, con tal marco regulatorio, no pondero gusto contra economía, sino que simplemente trato de maximizar el gusto dentro del límite económico taxativamente sentado.

            Con la legislación española que ya conocemos, no parece que quepan más que dos alternativas interpretativas y prácticas para el tema del desamparo y el interés del menor: o interés del menor y reagrupación familiar son principios llamados a ponderarse caso a caso para establecer, según las circunstancias del caso, cuál prevalece, o hay una prioridad taxativa del interés del menor y no se puede valorar. Con lo primero es compatible que la ley disponga una prioridad condicionada o relativa del interés del menor. En cambio, lo segundo no admite ponderación, sino solo un razonamiento interpretativo-subsuntivo que primero, mediante interpretación, establezca qué magnitudes cuentan en relación con dicho interés, diga luego el grado en que deben satisfacerse tales magnitudes y al fin extraiga la consecuencia para el respectivo caso.

            Lo curioso es que, a la hora de la verdad, parece que se acaba por entender que el interés “superior” del menor está subordinado a la reintegración de la familia biológica. Tal sucede si se dice que el menor debe reintegrarse con la familia biológica salvo que el grado de daño para su interés rebase cierto umbral o nivel. En ese caso, la reintegración opera como regla y la no integración basada en el interés del menor sólo cuenta como excepción. En otras palabras, la regla de fondo podría enunciarse así: cuando la reintegración con la familia biológica dañe gravemente el interés del menor, el menor no se reintegrará con la familia biológica; cuando dicho daño no tenga ese nivel de gravedad, sí habrá tal reintegración. En tal caso no es que ambos “principios” se ponderen, sino que funciona una norma con esquema de regla y excepción: la regla de que el interés del menor cede ante la unión convivencial en la familia biológica, siempre que el daño no sea muy grande para el menor. Si de eso se trata, podemos decir que, en la práctica, el interés superior de menor es interés inferior del menor; inferior frente al interés de la familia biológica.

            Recordemos el párrafo clave del actual artículo 172 ter: “Se buscará siempre el interés del menor y se priorizará, cuando no sea contrario a ese interés, su reintegración en la propia familia”. Esto puede interpretarse de dos maneras:

            (i) Sentados, por vía de interpretación, cuáles sean los factores constitutivos de lo que sea el interés de los menores, se valora en qué grado total el interés del menor se satisface con la familia de acogida y con la familia de origen, y se hace prevalecer, de esas dos, la opción que en más alta medida satisface ese interés.

            El juicio es puramente comparativo, como cuando a alguien se le dice que piense si para la educación de un hijo suyo será mejor mandarlo a un colegio público o privado y que, cuando lo haya valorado y haya establecido las diferencias relevantes, que decida en consecuencia.

            La fuerte discrecionalidad aparece ahí al tiempo de computar los factores constitutivos del interés del menor y al valorar su grado de satisfacción en cada alternativa en el caso concreto.

            Esa interpretación parece acorde con la interna tensión o, incluso, incongruencia de la norma, que, de las dos alternativas excluyentes, dice de una que se buscará siempre y de la otra que se priorizará. Como si a aquel padre del ejemplo se le dijera que busque siempre lo que sea mejor para la educación de su hijo y que dé prioridad a los colegios privados cuando no sean contrarios a lo mejor para su educación.

            (ii) Se dispone que la decisión por defecto o pauta general es que el hijo ha de retornar con la familia biológica y que la excepción solo se admite cuando el daño para el interés del menor rebasa cierto nivel.

            Tal interpretación hace homenaje al “se priorizará”, que en la versión anterior de la ley era “se buscará”. A los efectos, es como si a aquel padre, con la aparentemente equívoca pauta, se le estuviera diciendo así: debe llevar a su hijo al colegio privado, salvo que sea tan malo como para que no se pueda considerar que brinde en verdad educación al niño. Así visto, ya no se le indica que puede elegir el que más convenga a la educación de su hijo, sino el privado, siempre y cuando que la educación que ofrece no sea pésima. Entre el privado regular y el público bueno, se le estaría mandando llevar al niño al privado regular. En cuyo caso nos sonaría a paradójico que se invocara como justificación el interés superior de la educación. No, el interés superior sería el de los colegios privados. Como pasa, en nuestro tema, con la familia biológica, cuyo interés se impone al puro interés del niño, fuera de los casos de incompatibilidad radical.

            Ahora retornemos a la sentencia y veamos dónde está lo asistemático o chocante del análisis que contiene.

            En la sentencia leemos que cuando existe contradicción entre las dos “directrices”, hay que ponderar y ver el peso que el legislador atribuye a cada una, y se nos recuerda que da más peso el legislador al interés del menor y subordina la reintegración familiar a que no se contraríe tal interés. Como ya he tratado de mostrar, creo que ese planteamiento es engañoso y que no es el que en verdad se aplica en la jurisprudencia española.

            Pero a la postre cambia de tercio el Tribunal y dice que no es cierto que la situación actual de la familia biológica sea tal como para que desaparezca el riesgo de desamparo del menor y, además, quede compensado su interés en que se mantenga el acogimiento con la familia preadoptiva, interés determinado por factores como el tiempo que con ella ha pasado y los lazos afectivos que se hayan establecido, los medios que de ella reciba para su desarrollo físico y psíquico y similares.

            El problema está en que esas dos magnitudes son muy difícilmente conmensurables. Es como si a alguien se le dice que para volver a vivir con el cónyuge del que se había separado, el riesgo de que este lo siga maltratando debe haber desaparecido, de modo que le quede compensado su interés en vivir con la nueva pareja que nunca lo maltrató, le da amor y mucha felicidad. Sonaría a pura estrategia de despiste y casi a escarnio. No es que ya le vaya a compensar más a esa persona retornar con su pareja de antes que seguir con la de ahora, con la que está mucho mejor; es que sólo se le permite dejar a la pareja primera si esta le maltrata, con lo que probado que no lo hará más, se le dice que con ella le toca vivir.

            ¿A eso lo podríamos llamar superior interés del que busca la felicidad en pareja? ¿A cuento de qué la seguridad plena de que la pareja de antes no me va a maltratar me puede compensar mi vida mucho mejor y más feliz con la compañía de ahora? Eso solo funciona si tácitamente presumimos la regla de que uno debe vivir con su primera pareja siempre y cuando que no lo maltrate. De donde se sigue que el interés superior no es el de uno, sino el del mantenimiento de las parejas primeras. Esta regla se estará aplicando tanto cuando se sentencia que no hay garantías suficientes de que no volverá el maltrato y por tanto no hay que regresar con la pareja de antes, como cuando se decide que sí hay dichas garantías y que sí se debe retornar con ella. En ambos casos se aplica algo así como el interés superior de la primera pareja y no el interés superior de uno.

            Lo mismo pasa en nuestro tema, en el que resulta que el interés superior del menor no es superior, sino que se subordina al interés de reunificar la familia biológica, patrón sólo excepcionable cuando no ha desaparecido el riesgo de desamparo del menor.

            El interés superior de individuo, tomado en serio, supondría que se debería decidir siempre en pro de la alternativa que más le convenga a él y solo a él, y el interés superior del menor implicaría que habría que inclinarse por la opción que objetivamente es mejor para él y nada más que para él.

            En esta sentencia se falló en contra de la madre, de la familia biológica, por tanto, pero ni ponderando ni aplicando la pauta de que el interés del menor prevalece, sino nada más que valorando los hechos del caso para concluir que seguía vigente el riesgo de desamparo si la menor vivía con la madre y que, por tanto, se da la excepción a la regla general que viene a decir que un menor debe vivir con sus padres, aunque eso sea contrario palmariamente a su interés.

            El lenguaje de la sentencia, como es usual, se presta al equívoco. Por ejemplo, cuando leemos que

            “El propósito expresado por la madre biológica de asumir su rol parental y de atender adecuadamente a la menor en sus nuevas circunstancias familiares, puesto de manifiesto en el informe pericial, no es por sí suficiente para garantizar que la reintegración al entorno de la familia biológica es adecuado al interés de la menor”.

            Vistos los datos obrantes en el caso, el interés del menor nunca iba a estar en volver con su madre y vivir con ella en condiciones seguramente mucho peores, tanto en lo material como en lo afectivo y en sus posibilidades vitales de cualquier tipo. Pero no es ese el patrón que se está aplicando, sino el de que el menor debe regresar con su madre, aunque eso sea perjudicial para el menor, siempre y cuando que tal retorno no acarree riesgo de desamparo.

            El superior interés del menor, en verdad, no es vivir sin riesgo de desamparo, sino vivir en las mejores condiciones. Pero si no hay tal riesgo de desamparo, la comparación de las condiciones de vida en un lado y en otro deja de importar, porque la regla no es que el menor va a vivir donde mejor resulte objetivamente para su interés, sino con la familia biológica siempre que no haya peligro de desamparo y aunque los perjuicios para el menor sean múltiples y profundos.

            En resumen, no hay ponderación entre “principios” opuestos, sino aplicación de una norma que tiene un esquema regla-excepción.

            Lo curioso y digno de estudio es el modo en que en la legislación y la jurisprudencia se invocan a menudo principios y se los tilda de muy preferentes, pero nada más que con el fin de disimular la prioridad de los principios o fines opuestos. Aquí la preferencia de la familia biológica sobre el interés del menor se camufla bajo la apelación al supremo interés del menor como justificación de que haya que poner un límite a la atadura del niño a la familia y separarlo de ella en caso de patente desamparo. Pero entonces no debería hablarse de principio de superior interés del menor, sino de principio de protección del menor o principio de desamparo.

            Y, además, ese “principio” no funciona como ningún principio ponderable, sino como una regla común cuyo sentido obvio es así: cuando en su familia biológica el niño se halle en situación de desamparo puede la autoridad competente separarlo de ella y no deberá retornar a ella mientras subsista el riesgo de desamparo. Y punto. No hay misterioso principio ni hay nada que ponderar, solo la habitual necesidad de interpretar con la habitual dosis valorativa y, por ende, de discrecionalidad cuando se establece el alcance de nociones de este tipo.

            ¿Por qué, si así son en el fondo las cosas en la ley española y en las sentencias en la materia, se juega tanto con el “principio” de interés del menor y se aparentan tan prolijas ponderaciones? Porque al tipo de pensamiento que, casi como pensamiento único, impera en estos tiempos le parece grosero y de poco estilo el seguir dando a la institución familiar basada en el vínculo biológico tamaña prioridad, de manera que se aparenta, en el lenguaje y en el ropaje de los argumentos, que todo se hace en pro del interés de los menores y al margen de las viejas y rancias estructuras. Pero no es así. Todo sigue como siempre, poco más o menos, pero nosotros ya parecemos otros porque hablamos diferente y ponderamos mucho. El gatopardismo es la doctrina claramente dominante en la actual teoría y práctica jurídica: que todo cambie en la palabra para que todo siga igual en los hechos que más importan a los más importantes.

            Dicho todo lo cual, no me pronuncio sobre el fondo político y moral de la cuestión, la de si es mejor o peor que la familia biológica siga teniendo tal prioridad y que el interés de los niños se subordine a la preferencia de tal familia. Puede que eso sea socialmente muy conveniente o quién sabe si lo más conforme con el Derecho natural, con el Orden de la Creación o con la naturaleza de las cosas o vaya usted a saber con qué.

            No sé si prefiero una sociedad con muchos niños condenados por seguir con sus padres que ningún futuro les brindan o una en la que haya más facilidades para la adopción de menores que nacieron en cuna poco prometedora. Insisto, no lo sé y nada insinúo aquí al respecto. Lo único que sostengo, Derecho en mano, es que no es verdad que impere, aquí y ahora, el superior interés del menor. Sigue mandando el interés más alto de la familia biológica.       

II. El interés superior del menor como regla interpretativa común

            Adicionalmente a otros usos que ciertos tipos de “principios” pueden tener, como hemos visto en el apartado anterior, y al margen de los problemas interpretativos que su propio contenido normativo plantee, debemos ahora preguntarnos si esos “principios” funcionan a modo de reglas interpretativas, es decir, como argumentos que sirven para justificar el descarte de una de las interpretaciones posibles de una norma (reglas interpretativas negativas) o le preferencia de una de tales interpretaciones posibles (reglas interpretativas positivas). Defenderemos aquí que sí pueden desempeñar y suelen desempeñar esa función.

            Nos estamos refiriendo a tal valor de reglas interpretativas de “principios” como los de interés del menor, favor laboratoris, favor libertatis, etc.

            El esquema de tal uso puede representarse así:

            (i) Hay un problema interpretativo referente a una norma que viene al caso para los hechos sobre los que versa el litigio. Ese problema interpretativo se traduce, como siempre, en que caben varias interpretaciones posibles de la norma en cuestión, y la consecuencia jurídica que de la norma se siga para el caso o el que la norma sea o no aplicable al caso depende de cuál de las interpretaciones posibles se escoja.

            (ii) Hay argumentos interpretativos válidos y dignos de consideración en pro de una u otra de las interpretaciones posibles de esa norma.

            (iii) Se busca la directriz básica o principio último que da sentido de fondo al sector jurídico o campo normativo del que se trate. Por ejemplo, es fácil concluir que el sustrato del Derecho laboral está en la idea de protección del trabajador, en cuanto parte ordinariamente más débil del contrato de trabajo y de la relación laboral.

            (iv) Se zanja la disyuntiva interpretativa eligiendo, de las posibles, la interpretación que mejor se acomoda a ese objetivo de fondo. Por ejemplo, si estamos en el campo laboral y echamos mano del principio de favor laboratoris, justificaremos la elección de la interpretación que tenga consecuencias más favorables para el trabajador.

            El parentesco con el argumento teleológico es obvio, lo que cambia es el nivel de abstracción. Aquí ya no se trata de buscar el fin preciso de la norma en cuestión o del subgrupo normativo en que se incluye, dentro de esa rama de lo jurídico, sino la pauta inspiradora general o fundamento último de esa rama.

            Ni que decir tiene que tanto puede ser discutido cuál sea el principio último de un sector del Derecho, como cabe debatir sobre la compatibilidad del mismo con los principios de otros sectores cercanos o sobre las consecuencias que el principio en cuestión tenga para el caso en debate y las interpretaciones en pugna. Algo de eso acabamos de ver en el anterior apartado a propósito del “principio” del “favor minoris” o interés superior del menor: presuntamente es la suprema pauta en toda la regulación concerniente a menores, pero acaba cediendo ante el interés superior de la familia, en cuanto institución de base biológica; o tal vez es que el Derecho de familia se gobierna por algo así como un principio de “conservación de la familia originaria” que acaba derrotando con carácter casi general al de interés del menor. Sea como sea, vemos que también en esto hay campo para la argumentación y el buen manejo de las capacidades analíticas y los recursos argumentativos.

            Ahora vamos a ver cómo funcionan las reglas interpretativas de este tipo y lo vamos a hacer primeramente con un ejemplo de la misma con la que estamos trabajando, la del favor minoris.

            El artículo 160.2 del Código Civil español dice:

            » No podrán impedirse sin justa causa las relaciones personales del menor con sus hermanos, abuelos y otros parientes y allegados”.

            Esto se relaciona muy especialmente con las posibles solicitudes de los abuelos para disponer de un régimen de visitas con sus nietos menores. La norma dispone que esos contactos solo podrán impedirse por “justa causa” y nos topamos ahí con una expresión eminentemente vaga y siempre necesitada de interpretación, con amplio espacio para la discrecionalidad judicial. ¿Cuál será la pauta que deba hacer preferibles unas u otras interpretaciones de esa expresión y que sirva para determinar, en cada caso, si concurre o no justa causa para la exclusión de las visitas?

            El Tribunal Supremo ha declarado continuamente que esa pauta debe darla “el interés superior del menor”. Ahora bien, presupuesto que los hechos que van a ser objeto de escrutinio deben estar probados, reaparecerá de inmediato el problema de interpretar la regla interpretativa. La regla viene a decir que a la hora de entender lo que sea justa causa para privar de visitas a los abuelos hay que estar a lo que pida el interés del menor, pero ¿cómo entendemos compuesto ese interés, a los efectos de saber qué será lo con él más acorde?

            Veámoslo, por ejemplo, en la sentencia 90/2015 del Tribunal Supremo, Sala Primera.

            Los abuelos demandan a la que fuera su nuera, en reclamación de un régimen de visitas para sus nietos menores de edad, hijos de ella y que con ella viven. El Juzgado de Primera Instancia estimó la demanda y fijó un régimen de visitas de hasta dos horas, en fines de semanas alternos, en un punto de encuentro familiar y en presencia de profesionales del centro. La madre presentó recurso contra esa resolución y en segunda instancia fue revocada, quedando así desestimada la pretensión de los abuelos. Interpuesto recurso de casación, lo resuelve en esta sentencia el Tribunal Supremo, que confirma la denegación de la demanda de visitas de los abuelos porque concurre “justa causa”, de conformidad con el artículo 160.2 del Código Civil, antes citado. ¿Por qué hay tal justa causa?

            Los hechos decisivos que se han de valorar, para ver si cuadran o no bajo la excepción de “justa causa” para no admitir las visitas, vienen dados porque el padre de los niños e hijo de esos abuelos se encuentra inmerso en un proceso penal bajo acusación de delito de abuso sexual contra los propios hijos y tiene orden judicial de alejamiento de ellos. Los abuelos de los niños apoyan a su hijo en dicha causa penal y se han implicado decididamente. Los informes emitidos en este proceso civil por psicólogo y trabajador social señalan que es de temer que esas visitas de los abuelos paternos perjudiquen a los menores, pues les evocarán la problemática figura paterna, sin que los abuelos sepan adoptar la debida actitud de imparcialidad. Ello, dicen estos peritos, puede ser perjudicial para la positiva evolución psicológica que están teniendo los menores después del trauma que habían sufrido.

            Sobre esos hechos proyecta la sentencia su juicio de que el interés de los menores hace preferible concluir que sí concurre justa causa para denegar las visitas de los abuelos. Sobre el papel se puede discutir ampliamente sobre cuáles causas sean justas a tal efecto, pero la regla interpretativa ayuda a zanjar la eventual disputa entre interpretaciones: gana la interpretación que favorezca más a los menores; por ejemplo, aminorando su riesgo de sufrir quebranto psicológico. Esa interpretación aquí es la que lleva a una interpretación extensiva de “justa causa”, considerándose justa causa hechos como estos, que no se relacionan con un mal obrar de los abuelos. Se trata, como dice la sentencia, de optar por “lo más prudente en interés de los menores”.

            Veamos un caso más, resuelto por la Sentencia del Tribunal Supremo 126/2019. Se divorcia un matrimonio que tenía una hija menor. Prospera luego una demanda de impugnación de la paternidad y queda establecido que hija no es hija biológica del hombre, y ya tampoco lo será legalmente. La madre de la menor demanda para que se deje sin efecto todo régimen de visitas entre la menor y quien era tenido y ella tenía hasta muy poco antes por padre. El hombre se opone y alega que esa interrupción de las relaciones puede provocar a la menor un trauma contrario a su interés, por lo que pide que, en aras del superior interés de la menor, se mantenga su régimen de visitas.

            La sentencia de primera instancia estima las pretensiones de la demanda y la sentencia de apelación revoca aquella y establece un régimen de visitas. El Tribunal lleva el asunto al mentado artículo 160.2 del Código Civil y que incluye a los “allegados” entre quienes deben ver reconocido su derecho de visita a los menores si no concurre “justa causa”, y recuerda que la pauta rectora es la del interés del menor. No ve inconveniente en una interpretación de “allegados” que incluya al que hasta hace poco trataba la niña como padre y hace caso del dictamen pericial que señala que para la estabilidad psíquica de la menor será mejor que se mantengan esas visitas, y todo ello en aplicación de esa pauta de decisión, el interés superior del menor.


[1] Artículo 172 del Código Civil:

1. Cuando la Entidad Pública a la que, en el respectivo territorio, esté encomendada la protección de los menores constate que un menor se encuentra en situación de desamparo, tiene por ministerio de la ley la tutela del mismo y deberá adoptar las medidas de protección necesarias para su guarda, poniéndolo en conocimiento del Ministerio Fiscal y, en su caso, del Juez que acordó la tutela ordinaria. La resolución administrativa que declare la situación de desamparo y las medidas adoptadas se notificará en legal forma a los progenitores, tutores o guardadores y al menor afectado si tuviere suficiente madurez y, en todo caso, si fuere mayor de doce años, de forma inmediata sin que sobrepase el plazo máximo de cuarenta y ocho horas (…).

Se considera como situación de desamparo la que se produce de hecho a causa del incumplimiento o del imposible o inadecuado ejercicio de los deberes de protección establecidos por las leyes para la guarda de los menores, cuando éstos queden privados de la necesaria asistencia moral o material.

La asunción de la tutela atribuida a la Entidad Pública lleva consigo la suspensión de la patria potestad o de la tutela ordinaria (…)

La Entidad Pública y el Ministerio Fiscal podrán promover, si procediere, la privación de la patria potestad y la remoción de la tutela.

2. Durante el plazo de dos años desde la notificación de la resolución administrativa por la que se declare la situación de desamparo, los progenitores que continúen ostentando la patria potestad pero la tengan suspendida conforme a lo previsto en el apartado 1, o los tutores que, conforme al mismo apartado, tengan suspendida la tutela, podrán solicitar a la Entidad Pública que cese la suspensión y quede revocada la declaración de situación de desamparo del menor, si, por cambio de las circunstancias que la motivaron, entienden que se encuentran en condiciones de asumir nuevamente la patria potestad o la tutela.

Igualmente, durante el mismo plazo podrán oponerse a las decisiones que se adopten respecto a la protección del menor.

Pasado dicho plazo decaerá el derecho de los progenitores o tutores a solicitar u oponerse a las decisiones o medidas que se adopten para la protección del menor. No obstante, podrán facilitar información a la Entidad Pública y al Ministerio Fiscal sobre cualquier cambio de las circunstancias que dieron lugar a la declaración de situación de desamparo.

En todo caso, transcurridos los dos años, únicamente el Ministerio Fiscal estará legitimado para oponerse a la resolución de la Entidad Pública.

Durante ese plazo de dos años, la Entidad Pública, ponderando la situación y poniéndola en conocimiento del Ministerio Fiscal, podrá adoptar cualquier medida de protección, incluida la propuesta de adopción, cuando exista un pronóstico fundado de imposibilidad definitiva de retorno a la familia de origen.

3. La Entidad Pública, de oficio o a instancia del Ministerio Fiscal o de persona o entidad interesada, podrá revocar la declaración de situación de desamparo y decidir el retorno del menor con su familia, siempre que se entienda que es lo más adecuado para su interés. Dicha decisión se notificará al Ministerio Fiscal.

[2]Antes de la reforma introducida por la Ley 26/2015, de 28 de julio, que añadió ese artículo 172 ter, decía el artículo 172.4 lo mismo, a los efectos que aquí nos importan, en relación con las medidas de protección que se deben adoptar respecto de los menores desamparados: “se buscará siempre el interés del menor y se procurará, cuando no sea contrario a su interés, su reinserción en la propia familia”. En este fragmento relevante, el cambio ha sido reemplazar “se buscará” por “se priorizará”. Parece que el legislador, en la reforma, ha querido ser más contundente aun, al señalar la prevalencia del interés del menor. La versión que el Tribunal Supremo usa en esta sentencia que examinamos es, obviamente, la anterior a la reforma de 2015. En cualquier caso, es esa una sentencia que expresamente sienta doctrina y que sigue constantemente citándose como base de una línea jurisprudencial debida.

[3] En su apartado 1, dice dicho artículo: “Los Estados Partes velarán por que el niño no sea separado de sus padres contra la voluntad de éstos, excepto cuando, a reserva de revisión judicial, las autoridades competentes determinen, de conformidad con la ley y los procedimientos aplicables, que tal separación es necesaria en el interés superior del niño. Tal determinación puede ser necesaria en casos particulares, por ejemplo, en los casos en que el niño sea objeto de maltrato o descuido por parte de sus padres o cuando éstos viven separados y debe adoptarse una decisión acerca del lugar de residencia del niño”.

[4] Siempre tiene su elemento valorativo, discrecional, la elección entre interpretaciones posibles y se tratará de que no degenere en arbitrariedad esa discrecionalidad, para lo cual se plantean exigencias argumentativas (que los argumentos que avalan la preferencia sean admisibles, saturados, pertinentes, etc.).

[5] Del mismo modo que en el ejemplo anterior quedaban excluidas la de las prendas totalmente incompatibles con el clima del momento y la de las prendas radicalmente incompatibles con la seriedad y el luto.

[6] Evidentemente, descartada queda también la de los regalos que sean muy costosos y que no le gusten.

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