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TRES PIRÁMIDES Y UNA PARADOJA

Juan Antonio García Amado

www.si-lex.es

Si hay una figura que identifique especialmente el modo en que los juristas (o al menos los juristas teóricos) piensan y explican el Derecho es la pirámide. Mediante esa imagen de la pirámide se trata siempre de reflejar o dibujar la estructura de los sistemas jurídicos. ¿Qué relación guarda ese tema con el formalismo jurídico? ¿Qué tiene de particular ahí y en qué sentido es formalista la teoría jurídica de Kelsen?

Resulta bien apta para tal fin descriptivo de los sistemas jurídicos esa forma piramidal porque sugiere dos elementos muy relevantes de tales sistemas. En primer lugar, la idea de jerarquía entre los elementos constitutivos de lo jurídico. Los componentes de un ordenamiento jurídico no están en el mismo plano, no tienen el mismo valor o igual autoridad o guardan entre sí relaciones de dependencia de unos frente a otros o de condicionamiento de unos por otros. Y, en segundo lugar, esa visión de la pirámide sirve también para resaltar que la base de los sistemas jurídicos es más extensa o voluminosa que la cima.

Si se me permite, podríamos también dejar rodar la imaginación al pensar en similitudes y asociar el Derecho con las pirámides de Egipto, pues en ambos casos hay un halo de misterio. Así como sigue sin saberse muy bien cómo se pudieron hacer las pirámides del Antiguo Egipto y hasta exactamente por qué, a muchos iusfilósofos les gusta imaginarse el Derecho con un aura de misterio, para poder así echar a rodar la fantasía y figurarse todo tipo de dioses y demiurgos trayéndonos a los humanos la ley, de la mano siempre de la justicia.

El problema con la imagen piramidal del Derecho es que también ha llevado a la doctrina menos erudita o más frívola a tremendas confusiones. ¿Por qué? Porque ese modo de representar los sistemas jurídicos ha sido históricamente compatible con ideas muy distintas acerca de cuál sea la materia prima del Derecho, el componente primero o nuclear de lo jurídico.

Para representar ese asunto serviría también la imagen de unos círculos concéntricos en los que el eje o núcleo irradiador está en el centro y los demás círculos expresan componentes derivados de ese central o primero, el que en el dibujo siguiente representamos en rojo.

Tal vez nos serviría también, para plasmar la misma idea, la imagen con que se suele presentar la estructura del átomo, tal como la vemos en la otra figura. Se quiere decir que hay una sustancia o elementos primeros de lo jurídico y que todo lo demás que compone el Derecho gira a su alrededor, dependiendo de algo así como su campo magnético, o recibe su ser, en tanto que Derecho, por alguna forma de dependencia o génesis a partir de tales elementos básicos.

En verdad, en la imagen de la pirámide lo que propiamente se representa es esa relación de jerarquía entre los componentes de un ordenamiento jurídico, pero en la idea de que la juridicidad circula de arriba hacia abajo, pues los primeros componentes, que son menos, están en la cima y de ellos van recibiendo inmediata o mediatamente su ser Derecho los muchos que conforman los tramos inferiores de la pirámide. Lo esencial es ver que la juridicidad, sea eso lo que sea, circula de arriba hacia abajo o de lo esencial a lo contingente, por decirlo de otra manera.

Curiosamente, esta idea de la juridicidad desplazándose desde la cúspide hacia la base se impone en el pensamiento jurídico de la modernidad al mismo tiempo en que en la filosofía política se va plasmando la imagen contraria. Se presenta el poder legítimo en un Estado como aquel que va de la base, el pueblo, hacia la cúspide, los gobernantes, también entre sí escalonados, pero con controles y delegaciones de poder de los estratos inferiores a los superiores (por ejemplo, del Parlamento hacia el Gobierno). Esa es, en visión gráfica, la figura del Estado moderno: un poder político que se legitima a partir de la base y un Derecho que circula desde la cúspide de ese poder legítimo hacia el pueblo soberano. La base social elige a quienes hacen las normas que obligan a esa base social, a la ciudadanía. Eso debemos a las doctrinas ilustradas del contrato social.

Mas todo esto serían formas de representar una misma idea y resulta que no esta ahí la clave de los grandes desacuerdos iusfilosóficos. Los grandes debates siempre han girado y giran sobre la cuestión de cuál es esa sustancia o composición primera del Derecho, de la que todo lo demás que sea parte de un sistema jurídico se deriva o se desprende de algún modo. Y, a tal efecto, las grandes propuestas han sido tres: que la materia primera de lo jurídico son conceptos, que son valores morales y que son delegaciones de una pecualiar “sustancia” llamada validez o juridicidad. Veámoslo.

La Jurisprudencia de Conceptos domina gran parte del siglo XIX en Alemania y se va configurando en la obra de los llamados pandectistas (Puchta, Windscheid, Dernburg…). Concibe el Derecho como integrado en su esencia primera por conceptos, por categorías ontológicas de contenido necesario. Así, lo que el Derecho sea se expresa con necesidad metafísica en el contenido insoslayable, prefigurado a cualquier disposición legislativa, de “ideas” o conceptos, como negocio jurídico, testamento, contrato, préstamo, depósito, compraventa, prenda, filiación, matrimonio, familia, propiedad, usufructo, hipoteca, legado… En esos sus componentes primeros, cada cosa es lo que es y no puede ser de otra manera, porque así está prefigurada conceptualmente cada institución jurídica en el orden del ser, en la naturaleza del mundo.

Para ese conceptualismo, hay cosas que son como son y no pueden ser de otra manera, y entre tales estarían tal vez las figuras geométricas (por definición, un triángulo tiene tres lados y tres ángulos y, por tanto, no puede confundirse con un cuadrado) y las entidades jurídicas: por definición, un contrato es tal cosa y, por definición, un matrimonio es tal otra. Y punto. De ahí viene que en las facultades de Derecho se nos haya obligado siempre a memorizar definiciones, como si no existieran la escritura o los libros de consulta. Eso viene del conceptualismo alemán decimonónico: se piensa que el que sabe la definición tiene el concepto y que quien maneja así los conceptos ya puede desempeñarse en la teoría y en la práctica jurídicas con total soltura y auténtica prestancia, aunque sea un redomado inculto o incapaz de razonar sin golpear la sintaxis u ofender al sentido común.

Ese conjunto de conceptos que configuran el núcleo inmutable de lo jurídico adquiere forma piramidal porque el sistema se estructura como una cadena, en la cual cada concepto, y la correspondiente institución, viene a ser concreción y desarrollo de un concepto más abstracto o abarcador que está más arriba. Los contenidos de los conceptos inferiores se dice que se deducen de los de los superiores. Y en el pico de la pirámide está el concepto primero, del que todos los demás provienen. Así, en el Derecho de obligaciones el concepto originario, el concepto Adán o Eva, es el concepto de autonomía de la voluntad, del que se va a “deducir” el de negocio jurídico, que se subdivide en negocios unilaterales y bilaterales y entre estos últimos se diferenciarán contratos y otras formas emparentadas, y entre los contratos las distintas variantes “conceptuales” de contrato, etc., etc.

Ese Derecho de la Jurisprudencia de Conceptos es metafísica poco menos que platónica y ha sido la gran fuente e influencia de la dogmática de Derecho privado. Por eso tantos iusprivatistas atienden tan poco a la práctica, y cuando la miran, diríase que no la entienden como práctica, al modo del abogado en ejercicio o el juez, sino como campo para poner a prueba la resistencia de las categorías y para ver si entre ellos se han trabado nuevas relaciones. Es ese el mundo alienado en que el teórico de tales trazas vive el Derecho y lo persigue con su cazamariposas. Y luego se extrañan si nadie más les hace caso.

La Jurisprudencia de Conceptos era una doctrina formalista, porque entendía que las relaciones entre las diversas partes del sistema jurídico eran deductivas. Esa “deducción” se debe entender en cierto sentido propio del peculiar pensamiento lógico que dominaba en la época, antes de la aparición de la moderna lógica formal. Se creía que la solución de cada caso se lograba con total objetividad y sin discrecionalidad ninguna del juez, solo con que este buscara el concepto bajo el que los hechos del caso encajaban. Eran teorías formalistas de la decisión judicial porque eran teorías de la única respuesta correcta en Derecho, aunque esa expresión aun no se usara, y, en consecuencia, negaban la discrecionalidad de los jueces.

En Alemania, el testigo de la metafísica jurídica y de la estructura piramidal de los contenidos de lo jurídico lo tomó un siglo más tarde la Jurisprudencia de Valores. Ha sido derrotado militarmente el nazismo, estamos en la postguerra alemana y se promulgue una nueva Constitución, en 1949, la Ley Fundamental de Bonn. Las cátedras en las facultades de Derecho vuelven a ser ocupadas por muchos de los que militaron en el partido de Hitler y defendieron sus crímenes con la pluma, con la docencia o, a veces, con las armas. Pagó por todos Carl Schmitt, tal vez el más miserable, pero volvieron a enseñar y no vieron mermado su prestigio los Larenz, Lange, Siebert, Forsthoff, Maunz, Maurach, Mezger… Tantísimos. Ahora su conservadurismo se va a disfrazar de glosa de los derechos humanos, cánticos a la dignidad de las personas y farisaicas culpas al positivismo kelseniano, del que todos ellos siempre habían abominado, tanto en su juventud en los tiempos de Weimar, como en su consolidación académica de la mano de Hitler y ahora, bajo la Ley Fundamental de Bonn.

Es así como se forja el movimiento conocido como Jurisprudencia de Valores y que tiene tal vez su expresión más clara en el constitucionalista Günter Dürig y un cultivador más sistemático en Karl Larenz. En 1959 formula Dürig su tesis de que toda la Constitución alemana no es sino deducción necesaria a partir de la idea de dignidad que proclama su parágrafo 1.1. Añade una idea que hará escuela y marcará el constitucionalismo alemán de varias décadas, al tiempo que es también adoptada por el Tribunal Constitucional desde el caso Lüth. Se trata de la idea de que la constitución es “un orden objetivo de valores” y que esos valores tienen “efecto irradiador”.

De ahí viene en Europa esa idea que heredará, a través de Alexy, el neoconstitucionalismo latinoamericano, la de que la parte más “real” y sustancial de las constituciones son los valores, contenidos valorativos de la moral correcta que, en cuanto normas constitucionales, se expresan como principios, principios que, a su vez, subyacen a toda auténtica regla jurídica. Por esa vía, la constitución jurídica se vuelve constitución moral, se pide a los jueces que apliquen la moral conrrecta como auténtica constitución, aunque sea, incluso, a costa de desconocer alguna regla constitucional bien explícita.

¿Por qué ocurre eso así en ese momento y en Alemania? Está estudiado. Aquellos constitucionalistas ultraconservadores temían la victoria de partidos genuinamente liberales o de partidos socialistas que pudieran proponer reformas bien avanzadas del Derecho de familia, del Derecho de propiedad o del sistema tributario, reformas que lógica y semánticamente no chocaran con ninguna cláusula constitucional expresa y que hubieran de ser declaradas perfectamente constitucionales, si se entiende que lo que la constitución manda es lo que la constitución dice. Así que decidieron que la verdadera constitución no era la constitución semántica y tampoco la institucional, sino la sustantiva, la material, entendiendo por constitución material los contenidos de la moral verdadera, que estarían siendo directamente señalados por esas partes en que la constitución se refiere a valores como la dignidad humana. Mano de santo. Bastará que quien profese esa moral verdadera se haga con el control del Tribunal Constituicional para que se asegure que los mandatos del pérfido legislador no rebasen los límites que ponga la moral de aquellos profesores y magistrados, tan reaccionarios entonces en su mayoría.

Y en el fondo la pirámide está presente. Todos los valores constitucionales, y por extensión constitutivos del auténtico Derecho posible, nacen a modo de derivación del supravalor dignidad humana. A partir de ahí se van desplegando hacia abajo. La vieja pirámide de conceptos se ha tornado pirámide de valores y el pensamiento jurídico alemán ha transitado de la Ontología a la Axiología sin abandonar en ningún momento la Metafísica.

Pero hay una tercera visión piramidal del Derecho y en torno a ella una gran paradoja, casi una broma de la Historia. Ya desde la segunda década del siglo XX había ido Hans Kelsen construyendo su teoría piramidal del Derecho, su Stufenbaulehre, pero aquí, aunque la figura es la misma, los contenidos y las implicaciones son bien diferentes.

Esa parte es bien conocida, aunque miles de veces deformada por tantos profesores, en ocasiones con mala fe, en otras por simple ignorancia atrevida. La pirámide kelseniana es una cadena de delegaciones de validez. Ahí no ocurre que el contenido de la norma inferior se derive materialmente o sea concreción necesaria del de la norma superior, y así hasta llegar, por arriba, al primer concepto o el primer valor. Para Kelsen, lo que hacen las normas del nivel superior es establecer quién y con qué procedimiento puede crear y dotar de contenido las normas de los niveles subsiguientes, pero sin que los contenidos de estas pueden presentarse como derivación de ningún tipo de los de las normas de nivel más alto.

Es curioso, porque las otras dos teorías que hemos mencionado son teorías materiales o sustantivas de lo jurídico, pero consideran que la relación entre los estratos es una relación lógico-formal, pues los contenidos de más abajo son deducción de los contenidos más altos. Pero los partidarios de esas pirámides de contenidos han presentado a Kelsen como si dijera que es la lógica y no la política, la razón y no la voluntad la que dota de contenidos necesarios a los sistemas jurídicos. El mundo al revés.

El formalismo de Kelsen es un formalismo de la validez, no un formalismo lógico. Formalistas lógicos son los que piensan que de un concepto o un valor es posible extraer con objetividad un contenido normativo que solucione cada caso concreto, ya sea subsumiendo o ponderando. Los iusmoralistas de hoy, de corte alexyano, no son formalistas de la validez, sino formalistas de la decisión judicial. Por eso niegan la discrecionalidad y proclaman la única respuesta correcta (o casi), para cada caso. Que la “formalidad” consista en encajes geométricos o en aritméticos cálculos y pesajes poco cambia de la llamativa realidad de fondo: los que, en la teoría de la decisión judicial, se han pasado la vida tildando de formalista a Kelsen, son los formalistas auténticos. ¿Cómo era aquello de la paja en el ojo ajeno, que tanto les gusta también?

Cada norma trae su validez o juridicidad del hecho de haber sido creada por el órgano y de la manera prescrita en normas de estrato superior (la ley vale por haber sido creada por el órgano legislativo al que la constitución asigna tal competencia, y de conformidad con la condiciones procedimentales puestas por la constitución y las normas del bloque de constitucionalidad que en eso la desarrollan). En esa cadena de validez surge el gran problema al llegar a la norma constitucional, que no tendrá por encima otra de la que se pueda decir que su validez proviene por una habilitación de ese tipo. Ahí es donde Kelsen saca a relucir su teoría de la norma hipotética fundamental o Grundnorm, a la que hace veinticinco años dediqué un libro y sobre la que no queda aquí espacio para decir nada más.

Tres pirámides, sí, pero bien diferentes. En consonancia con tres visiones bien distintas de lo jurídico, la del conceptualismo metafísico del XIX, la del iuspositivismo normativista kelseniano de la primera mitad del XX y la del iusmoralismo alemán de postguerra. Este último, buscando reintroducir el juego político y judicial del viejo derecho natural, tuvo la genial idea de presentarlo disfrazado de constitución, aunque fuera a costa de la constitución misma o de someter a tremendas tensiones la distribución constitucional de los poderes y el sistema constitucional de pesos y contrapesos. Esa genialidad de aquellos constitucionalistas teutones de turbio pasado y dichoso presente triunfó, y triunfó aun más cuando otro constitucionalista con algún punto de conservadurismo y de gran inteligencia supo presentar ese iusmoralismo con el lenguaje de la teoría jurídica analítica y con resonancias de un autor políticamente tan poco sospechoso de veleidades conservadoras como Dworkin. Ese gran tratadista alemán de nuestros días se llama Robert Alexy y a él debe su gloria pasajera el que hoy se suele llamar neoconstitucionalismo. Si Dworkin levantara la cabeza, volvería a partirse de risa, probablemente.

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