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Cuando se decide jurídicamente sobre un ilícito contra el honor no se resuelve un conflicto de derechos. Y en otros casos tampoco. (Un artículo por entregas) (2)

Juan Antonio García Amado

4. Cuando se ventila si una expresión es jurídicamente ilícita no se está resolviendo un conflicto de derechos, sino que se está examinando el alcance de una norma que limita la libertad de expresión

            Exactamente igual que cuando se decide si un acusado de robo es culpable no se decide un conflicto entre el derecho de propiedad del dueño de la cosa robada y la libertad del ladrón[1], o cuando se resuelve un caso de violación no se trata de buscar solución a un conflicto entre la libertad sexual de la víctima o y la libertad sexual del victimario. Se trata de ver qué dice la ley que es robo y que es violación y de razonar sobre si lo que el acusado ha hecho encaja no bajo ese tipo legal y, por tanto, si es o no así calificable, como robo o como violación. Si yo, sin su permiso, le abro las cartas o los correos electrónicos a mi pareja, no habrá el juez que ver si pesa más mi derecho a estar informado o el de ella a la intimidad ni pararse a pesar cuánto de íntimo era en realidad lo que yo leí en los mensajes de ella, sino que tendrá que establecer si concurre o no un delito contra el secreto de las comunicaciones o algún otro ilícito jurídicamente tipificado.

            El noventa por ciento de las veces en que se quiere hoy en día ilustrar un conflicto entre derechos fundamentales y la inevitabilidad de la ponderación como modo de resolución, se trae un ejemplo de “conflicto” entre derecho al honor y libertad de expresión. Lo que yo voy a mantener ahora es que en esos casos no tenemos dos derechos que se enfrentan como objetos que se disputan un espacio o como entidades que pelean por un mismo territorio, sino que estructuralmente sucede lo mismo que pasaba con los lugares de un edificio de vecinos, lugares que o son propiedad particular o son propiedad de la comunidad y donde lo que pertenezca a uno u otro de tales conjuntos se determina por lo que la norma dice y, en lo que no quede claro, por la interpretación que de la norma se haga. Idénticamente, cuando alguien eleva la pretensión jurídica de que una expresión de otro es ilícita por atentatoria contra su honor, encontramos que esa expresión o es ejercicio legítimo de la libertad de expresión o es atentado ilegítimo contra el derecho al honor, y que sea una cosa u otra no se determina pesando detalles del caso (lo cual supone sustituir el razonamiento jurídico por el razonamiento moral y al juez que aplica Derecho por el juez que decide en equidad), sino que se determina mediante la interpretación de lo que sea honor y, correlativamente, de lo que sea ejercicio legítimo de la libertad de expresión, que lo será, legítimo, porque no es subsumible en el daño al honor.

            Si se nos encargara que dijéramos cuáles son los límites de la libertad de expresión en el sistema jurídico español ahora mismo, lo razonable sería que constáramos así: la libertad de expresión es una especie de derecho por defecto que tiene los límites que están tasados en este sistema jurídico en forma de normas que tipifican o señalan como ilícitos determinados ejercicios de la libertad de expresión. ¿Cuáles? Pues límites como los siguientes, enumerados a título ejemplificativo y sin ningún ánimo de exhaustividad, pues lo que más importa es que se aprecie cómo son las estructuras o cómo funciona el modelo de regulación: los delitos de calumnia, injuria, revelación de secretos (197.3 del Código Penal), los de amenazas o los llamados de odio, entre otros; los ilícitos civiles de intromisión ilegítima en el honor o la intimidad de las personas, los ilícitos relacionados con el deber de secreto y de confidencialidad (ejemplos: art. 5 de la Ley Orgánica 3/2018 de Protección de Datos Personales y Garantías de los Derechos Digitales, en relación con art. 72.1 h; artículo 51.4 de la misma Ley Orgánica; artículo 228 b) del Real Decreto Legislativo 1/2010 por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital[2], art. 5.3 de la Ley 50/1997 de Gobierno).

            Así pues, hay cosas que es jurídicamente ilícito que yo diga de alguien, pues dañan derechos de los demás, como el derecho al honor o el derecho a la intimidad, y hay cosas que no puedo decir a otros debido a que tienen que ver con cierta posición que yo ocupo en una institución pública o privada, cosas cuya revelación causaría daño a terceros (por ejemplo, la revelación de datos personales por quien realiza labores de tratamiento de datos personales) o a la institución misma (por ejemplo, la revelación que de datos de la sociedad de capital pudieran hacer sus administradores sociales).

            Insisto en que no importa cuántas y cuáles sean las limitaciones legalmente tasadas al ejercicio de la expresión libre por los ciudadanos en general o por los ciudadanos en determinada posición (miembro del consejo de ministros, administrador social, profesional sometido a deber de confidencialidad, etc.), sino que se trata de que se aprecie cuál es el esquema de relación entre el derecho a la libertad de expresión y sus limitaciones. Y ese esquema tiene una estructura regla-excepción que opera según estas dos pautas:

            a) Cualquier expresión que un ciudadano profiera o es ejercicio lícito de la libertad de expresión o encaja en un supuesto de limitación válida de la libertad de expresión, en cuyo caso será ejercicio ilícito de la libertad de expresión.

            b) Ejercicios ilícitos de la libertad de expresión solo serán aquellos específicamente señalados como tales en una norma válida del sistema jurídico (como la norma que tipifica el delito de calumnia o el de injuria o un delito de odio o una intromisión ilegítima en el derecho al honor o una obligación de secreto de ciertos datos, etc.).

            c) Por tanto, la libertad de expresión es la regla o lo que podría en terminología de hoy llamarse el estatuto por defecto de nuestras expresiones. Toda expresión de un ciudadano es lícita salvo que resulte encajable en una norma que establezca una limitación de tal libertad al disponer que la expresión de ciertos contenidos es antijurídica.

            En consecuencia, toda expresión o es lícita o es subsumible en una norma que prohíbe esa expresión, con lo que el dato esencial a la hora de determinar la licitud o ilicitud jurídica de una expresión está en la interpretación de la respectiva norma limitadora, no en ningún tipo de ponderación. Pues ponderar es lo que haríamos, precisamente, si no hubiera normas limitadoras o su valor fuera muy provisional o relativo, si tuviéramos que decidir caso a caso qué se puede decir y qué no. Pongamos algunos ejemplos de todo esto.

            Empecemos con el deber de secreto de los administradores sociales, en las sociedades de capital. En España, el antes citado artículo 228 b) de la Ley de Sociedades de Capital dice lo siguiente: los administradores, con base en su deber de lealtad, están obligados a

            “Guardar secreto sobre las informaciones, datos, informes o antecedentes a los que haya tenido acceso en el desempeño de su cargo, incluso cuando haya cesado en él, salvo en los casos en que la ley lo permita o requiera”[3].

            Puesto que existe tal norma, el que sea administrador no puede irse al restaurante a contar a sus amigos o a la competencia cosas que tengan que ver con ciertos datos y contenidos relacionados con la gestión interna de la respectiva sociedad de capital, esa de la que es administrador. ¿Cuáles concretamente? Ahí es donde tendrá que entrar en juego la interpretación de ese enunciado del artículo 228 b) cuando dice “guardar secreto” y cuando dice “informaciones, datos, informes o antecedentes a los que haya tenido acceso en el desempeño de su cargo”, etc.

            O nos tomamos en serio esa norma, limitadora de la libertad de expresión, o no la tomamos. Si ponderamos, no la tomamos en serio. Pero hay algo peor: si ponderamos, tampoco nos tomamos con seriedad el derecho a la libertad de expresión, puesto que se estará admitiendo que pueda haber limitaciones jurídicamente apropiadas a la libertad del administrador de una sociedad de capital aun cuando no encajen en ninguna interpretación razonablemente posible de dicho artículo 228 b). Ponderar sirve para que lo mismo se pueda considerar avalado por la libertad de expresión una conducta de un administrador que patentemente vulnere lo que el artículo 228 b) establece, o pueda considerarse ejercicio antijurídico de la libertad de expresión del administrador una expresión de este que de ninguna manera sea subsumible bajo los términos “informaciones, datos, informes o antecedentes a los que haya tenido acceso en el desempeño de su cargo”.

            Si hacemos un razonamiento interpretativo-subsuntivo que parte del respeto estricto a los derechos constitucionalmente sentados y a los límites legalmente establecidos, lo único que cabe analizar es si lo que un administrador dijo encaja o no razonablemente bajo lo que puedan ser “informaciones, datos, informes o antecedentes a los que haya tenido acceso en el desempeño de su cargo”. Por ejemplo, será determinante interpretar qué sea subsumible o no en “desempeño de su cargo”. En cambio, todo eso pasa a ser uno de los elementos para pesar si de decidir ponderando se trata, y entonces habrá que mirar cuán importante era lo que se reveló, a cuántos se dijo, qué razones tenía el administrador para decirlo, qué pensaba él o no que podía ocurrir si lo decía, etc.; pues sabemos que la teoría de la ponderación indica que lo que en la norma se establezca es una razón más de las que se deben pesar, aunque una razón importante, y que puede ser derrotado por la libertad de expresión eso que la norma sienta, pero dependiendo de las circunstancias del caso concreto, que serán las decisivas.

            Por eso, repito, tanto puede suceder que se considere jurídicamente ilícito algo que el administrador dijo, aunque no se incardine fácilmente en los términos del artículo 228 b) de la Ley de Sociedades de Capital, como se puede estimar jurídicamente lícito algo que patentemente cuadre con dichos términos. Cuando se pondera, queda el resultado a expensas del pesaje que caso a caso haga el juez de las circunstancias, siendo el decir de la norma una circunstancia más, aunque cualificada. Si la norma prohíbe revelar datos económicos de la compañía, pero resulta que lo que el administrador reveló eran datos económicos no muy importantes, lo reveló solo a un par de cuñados suyos, no produjo su revelación grandes quebrantos a la empresa, pidió perdón por su error y juró que no se repetiría su infidencia, entonces podrá el juez, si quiere, ponderar y decir que no hay ilícito, aunque la ley no contemple ninguna de tales circunstancias como excepcionadoras del deber de secreto respecto de los datos económicos de la sociedad. Y, por las mismas y para que se vea el riesgo que la ponderación plantea para los derechos, podrá ese juez ponderar y decir que sí comete ilícito el administrador que revele que está en marcha el divorcio del presidente del consejo de administración, aunque eso no lo haya sabido el administrador “en ejercicio de su cargo”, pero si resulta que, vistas las circunstancias, es muy perjudicial para la compañía que se sepa en ese momento.

            Si buscamos un ejemplo jurisprudencial, podemos encontrarlo en la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, número 662/2011, de 4 de octubre. Dos administradores revelaron a otra sociedad, que era accionista de esta de la que ellos eran consejeros, los planes para alquilar ciertos bienes de la empresa, pudiendo ocurrir que se estuviera vulnerando con ello un acuerdo anterior entre esas dos sociedades. Un problema interpretativo que tuvo que resolver el Tribunal derivaba de si el deber de confidencialidad de los administradores de extendía también frente a los accionistas (la información la transmitieron a una sociedad que era accionista), y especialmente cuando el extender tal información así, en lugar de mantenerla secreta, podía evitar futuros pleitos. Se decanta el Tribunal por entender que no hubo tal atentado de los administradores contra su deber de secreto como parte de su deber de lealtad, y lo argumenta de esta forma:

            “El deber de confidencialidad no tiene carácter absoluto y no constituye una regla rígida que exija idéntica e indiscriminada reserva frente a todos, de tal forma que admite ser modulado en función de los destinatarios, singularmente cuando se trata de las llamadas operaciones de «tráfico peligroso» en las que el deber de transparencia exige, a salvo supuestos singulares, la información puntual y suficientemente detallada a los accionistas, a fin de potenciar el control de las decisiones del órgano de administración, no siempre orientadas a la persecución del interés de la sociedad, como se evidenciaba en las fechas en que se desarrollaron los hechos las previsiones contenidas en los artículos 143.1 y, especialmente 115.1 de la Ley de Sociedades Anónimas -«podrán ser impugnados los acuerdos de las juntas que (…) lesionen, en beneficio de uno o varios accionistas o de terceros, los intereses de la sociedad- y hoy en los artículos 251.1 y 204.1 de la Ley de Sociedades de Capital – Son impugnables los acuerdos sociales que (…) lesionen el interés social en beneficio de uno o varios socios o de terceros»-.

            Estamos, por tanto, ante un muy común ejercicio de un razonamiento interpretativo-subsuntivo. Y no nos sorprenderá, pues así es como deben y suelen resolver los tribunales. Sin embargo, si leemos a Alexy y comulgamos con el principialismo ponderador tan en boga, deberíamos preguntarnos por qué el tribunal no ponderó. ¿Acaso no se daban los requisitos propicios para la ponderación? Por supuesto que se daban. Veámoslo.

            Según el principialismo más ortodoxo y que más fielmente sigue la doctrina de Robert Alexy, las normas se dividen en reglas y principios. Las reglas se aplican mediante subsunción, pues son mandatos taxativos, mientras que los principios se aplican a través de la ponderación, ya que son mandatos de optimización. Siempre que un principio entra en conflicto con otra norma, hay que ponderar para decidir el caso, ya se trate de una colisión entre ese principio y otro principio o de la colisión de un principio con una regla. Y en ambas ocasiones el caso se debe resolver a favor de la alternativa que tenga más peso, combinando el peso abstracto de los principios en juego y el peso de las circunstancias del caso concreto. Recuérdese también que dice Alexy que cuando un principio se pondera contra una regla, en realidad la ponderación se hace frente al principio subyacente a dicha regla, sumado el principio de deferencia al legislador democrático.

            En este caso, ¿es un principio o es una regla la norma que manda guardar secreto de las informaciones y datos que el administrador conozca en ejercicio de su cargo? Viene a dar un poco igual, pues sea lo uno o sea lo otro, esa norma puede ser derrotada por el principio que se le oponga en el caso, si bien parece un poco más difícil tal derrota si es una regla, ya que entonces el principio opuesto no lucha contra otro como él, sino contra dos (el subyacente a la regla más el de deferencia hacia el legislador democrático).

            Asumamos aquí sin debate que tal norma que obliga a los administradores al secreto es una regla. De inmediato, el principialista que esté leyendo esto dirá que ahí está la explicación de que el Tribunal Supremo haya resuelto ese caso con un razonamiento interpretativo-subsuntivo y no ponderando, pues así es como las reglas se aplican. Pero la réplica a tal argumento parece muy fácil: ¿acaso no estaba en juego ningún derecho fundamental de los administradores procesados? Recuérdese que, según Alexy, las normas iusfundamentales, las que recogen y protegen derechos fundamentales como el de libertad de expresión, son principios. Y no se olvide igualmente que la situación estándar de ponderación se da cuando el hecho que se enjuicia supone una afectación positiva de un derecho y una afectación negativa de otro, de modo que, porque los dos concurren, respaldado cada uno por un principio como mínimo, hay que ponderar para que se imponga la consecuencia jurídica vinculada al principio que más pese, sumadas todas las circunstancias que en el caso se den.

            ¿Qué derecho-principio ha sido negativamente afectado en este caso? El derecho de la sociedad mercantil a mantener en secreto ciertos datos suyos. La regla protege tal derecho y sin duda podemos pensar que lo hace en virtud de algún principio constitucional como el que ampara la libertad de empresa y el derecho de las empresas a disponer del modo necesario para su mantenimiento y buen funcionamiento. ¿Qué derecho o principio ha resultado, en cambio, positivamente afectado cuando los administradores, tal vez con buena intención, contaron aquel dato a la otra compañía que era accionista de esta? La libertad de expresión, por lo pronto. Así pues, si tenemos por un lado una regla basada en un principio que ha sufrido merma o afectación negativa, y, por otro, un derecho que ha sufrido afectación positiva o expansión, ¿por qué no ponderamos, ya que estamos en la situación ideal para hacerlo? Respuesta: porque abrirse a la ponderación supone relativizar la norma legal, como la que en este caso concurre para vetar la revelación de secretos de la sociedad mercantil, y supone hacer que tal revelación de secretos solo esté vedada en principio o prima facie, a resultas de la valoración de las circunstancias que haga el juez de turno y con independencia de lo que resulte de las interpretaciones posibles de la norma en cuestión.


[1] Esa ponderación ya la hizo el legislador al fijar, en norma general y abstracta, la proporción entre gravedad del robo y gravedad de la pena.

[2] Véase Jesús Alfaro, “El deber de secreto de los administradores sociales”, en Almacén de Derecho, https://almacendederecho.org/deber-secreto-los-administradores-sociales

[3] Si buscamos la sanción para la infracción de ese deber, encontramos que el artículo 227.2 de la misma Ley dispone que “La infracción del deber de lealtad determinará no solo la obligación de indemnizar el daño causado al patrimonio social, sino también la de devolver a la sociedad el enriquecimiento injusto obtenido por el administrador”.

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