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A qué llamamos ponderar y por qué cambiamos los nombres de las cosas

A propósito de la sentencia 681/2020 del Tribunal Supremo español , Sala Primera, de 15 de diciembre.

Juan Antonio García Amado

1. Dos sentidos de la ponderación

                Si queremos hacer buena teoría del Derecho y de su práctica, hemos de cumplir con dos propósitos: usar conceptos claros y bien delimitados y huir de los puros debates lingüísticos, de las discusiones sobre meras palabras. La importancia de lo uno y de lo otro se muestra de modo bien patente en las polémicas sobre la ponderación y su papel en la práctica jurídica.

                Se entremezclan en el lenguaje actual de la teoría del Derecho dos nociones de ponderación que deben ser diferenciadas con urgencia: como valoración discrecional, aun cuando se quiera razonable y nada arbitraria y aun cuando se justifique el resultado mediante buenos argumentos; y ponderación como averiguación o demostración del orden objetivamente verdadero o correcto entre dos magnitudes y de acuerdo con un metro o pauta objetiva de medida.

                En un sentido, ponderar es sinónimo de valorar, y ponderación, por tanto, viene a significar lo mismo que valoración. Lleva más de un siglo la teoría jurídica subrayando que la actividad judicial de aplicación del Derecho a casos tiene un carácter valorativo y encierra, por consiguiente, un componente de discrecionalidad. Es lo mismo, en tal sentido, si escribimos que la actividad judicial es ponderativa. Con una manera u otra de expresarlo, se pone de relieve que en muchas fases de su labor al juez no le queda más remedio que escoger entre alternativas y que tal elección exige un juicio de valor, una preferencia que depende de la valoración que el juez haga de las alternativas en pugna. Así ocurre cuando los hechos del caso son debatidos en el proceso y corresponde al juez evaluar la prueba y decidir cuáles se tienen por suficientemente probados o no, por referencia al estándar probatorio aplicable; o cuando una de las claves que enfrenta a las partes está en cuál de las interpretaciones razonablemente posibles de la norma debe prevalecer y es el juez el que ha de decidir si interpreta de una manera o de otra la norma que viene al caso.

                La correlación que en entre hechos y normas se establece en la sentencia, después del debate en el proceso, no es entre hechos brutos y puros enunciados normativos, sino entre hechos tenidos por probados y normas interpretadas. Los casos que los jueces resuelven son muchas veces casos que llamamos difíciles precisamente por eso, porque o bien no son patentes los hechos y se ha de decidir cuáles se consideran o no probados, o bien es discutible el significado y alcance de la norma para esos hechos y hay que precisar su interpretación, eligiendo una de las posibles y sobre la base de que cada parte en el pleito habrá propugnado, de entre esas interpretaciones posibles de la norma aplicable, la que más le convenga.

                Ese carácter valorativo o “ponderativo” de la actividad judicial sólo lo han discutido o lo ponen en cuestión las llamadas actualmente teorías de la única respuesta correcta en Derecho. Dichas teorías mantienen expresa o tácitamente dos tesis respecto de los hechos y las normas en los casos judiciales.

                En cuanto a los hechos, tienen que sostener que los hechos son los que son, obviamente, y que el juez puede y debe averiguar cuál es la vedad de los hechos relevantes en el caso y decidir en conformidad con tal verdad empírica, sin concesiones o con las mínimas concesiones posibles a otros valores o intereses que pudieran operar sobre el proceso y la sentencia. Por tanto, este tipo de doctrinas propondrá que se restrinja considerablemente la prohibición de tomar en consideración la prueba ilícitamente obtenida o que sean grandes los poderes del juez para ordenar por sí la práctica de cuantas pruebas estime necesarias para un mejor conocimiento de la verdad de los hechos en debate.

                Respecto de las normas, dicen esas doctrinas de la única respuesta correcta que, por mucho que los enunciados normativos puedan adolecer de indeterminación, y aun cuando sobre el papel quepan diferentes y contrapuestas interpretaciones de la misma norma aplicable al caso, en el fondo siempre será uno sólo el mandato que del sistema jurídico en cuestión resulta para el caso y que no es misión del juez trazar preferencias entre alternativas lógica y semánticamente admisibles y sentenciar con ese margen de discrecionalidad, sino que tiene que calar en el trasfondo ontológico o axiológico de lo jurídico para descubrir lo que desde tal sustrato metafísico el Derecho ordena como única solución racional y justa para cada caso que el juez juzga.

                La desconcertante paradoja está en que, en nuestros días, suelen ser estas teorías de la única respuesta correcta en Derecho las que proponen la ponderación o método rector del razonamiento judicial. ¿Cómo es posible? Pues porque para estas teorías negadoras de la discrecionalidad judicial y del carácter valorativo de la práctica jurídica decisoria, la ponderación no tiene este sentido de valoración, de sopesar alternativas sin tener una referencia segura que señale y demuestre cuál es la única correcta. Para estas teorías, como es la de Alexy, la ponderación es el proceder o manera de razonar que permite al juez averiguar cuál es la solución objetivamente correcta. Al ponderar no se ejerce propiamente discrecionalidad, o sólo de manera marginal u ocasional, de igual modo que cuando ponemos en una balanza una piedra y un ladrillo para ver cuál pesa más, no está el que pesa valorando, sino que los valores, objetivos, los da esa balanza. Bajo esa visión, ponderar no es sopesar discrecionalmente, como cuando usted sopesa o pondera si será mejor mañana cocinar carne o pescado para el almuerzo, sino que es pesar o constatar magnitudes, como cuando usted averigua si por cada cien gramos tiene más calorías la carne de vaca vieja o el salmón ahumado.

                En suma, por ponderar o bien podemos entender, en la teoría jurídica, valorar o evaluar alternativas bajo condiciones de incertidumbre y guiados por el propósito de encontrar la solución más razonable, pero sin que exista una predeterminación “ontológica” o necesaria (o cognoscible) de cuál sea la opción mejor de esas que se comparan, o bien ponderación es el nombre que recibe una operación mediante la cual se constata o se podría y debería constatar con objetividad (o con muy alto grado de objetividad) cuál es, en sí y objetivamente, la correcta de las alternativas en cuestión y a tenor del metro o patrón que debe gobernar la decisión judicial. Para las doctrinas que manejan la ponderación en este segundo sentido, dicho patrón es el de la juridicidad, pero entendida siempre en armonía con la justicia, pues, según tales opiniones, decir decisión plenamente jurídica es decir decisión objetivamente justa.

               En otras palabras, en el primer sentido la ponderación es una manera de decidir bajo insoslayable incertidumbre, mientras que en el segundo sentido la ponderación es un modo de conocer y mostrar cuál es la solución correcta para cada caso; o casi.

2. A modo de breve excurso. Sobre la diferencia esencial entre verdad de los hechos y corrección de las normas

                Existe una patente diferencia entre lo que sea la verdad de (un enunciado sobre) un hecho que en el proceso se discute y lo que sea la corrección como elemento de una propiedad de una norma jurídica. Si lo que en el proceso se ventila, por el lado de los hechos y su prueba, es si A le clavó o no le clavó a B un cuchillo en el corazón, tal cosa o bien ocurrió o bien no ocurrió. Y no hay más tutía.

                Cuestión distinta es que no sea fácil para quien juzga saber si eso en verdad pasó o en verdad no pasó. Lo que de hecho pasó o no pasó es completamente independiente de las dudas que el juez tenga al respecto o de su juicio sobre lo que las pruebas acrediten. La declaración de hechos probados tiene un papel constitutivo a efectos jurídicos, pero en nada cambia la realidad de los hechos en sí. Por mucho que el juez diga que se tiene por hecho probado que A clavó en el corazón el cuchillo a B, y aun cuando ese juicio probatorio sea más que razonable, acorde con la recta valoración de las pruebas practicadas en el proceso y perfectamente argumentado, es posible que tal juicio sea empíricamente erróneo. Normativamente, entonces, no habrá nada que reprochar a ese juez, pero empíricamente es falso el enunciado “A clavó a B un cuchillo en el corazón”.

                El Derecho procesal puede sentar reglas para dos fines: para que los juicios probatorios del juez sean lo más ajustados que quepa a la verdad de los hechos y para que los inevitables errores tengan unas consecuencias u otras. Y la opción que el legislador tome siempre tiene un precio, y por eso en términos de política jurídica debe el legislador siempre “ponderar” entre tales precios, hacer un razonamiento consecuencialista: entre dos males (que se libren bastantes culpables o que paguen bastantes inocentes) cuál prefiero.

                Así, cuantos más obstáculos se eliminen para la averiguación de la verdad de los hechos por el juez, más en riesgo se ponen otros bienes o valores que también pueden ser de alto interés para el ciudadano o para una sociedad que se quiera bien ordenada. Y, por el otro lado, cuando más se vele por esos otros bienes, en mayor medida habrá que resignarse a que en ciertos casos la verdad de los hechos que se juzgan sea sacrificada. Como ya se mencionó antes, esto se aprecia con claridad en la regulación de la ilicitud de la prueba y sus efectos.

                Pero, puestos a asumir que los errores sobre los hechos caben, aun con el sistema procesal que más generoso sea a la hora de admitir medios de prueba y modos de aplicarlos, la otra decisión versa sobre si se prefiere que haya más faltos positivos o falsos negativos. ¿Nos parece mejor que sean más los casos en que acabe pagando como homicida el que en verdad no mató, o sea condenado a indemnizar por daño el que materialmente no dañó ni tuvo nada que ver con el daño acontecido, o preferimos las alternativas contrarias? Esto se relaciona, como es evidente, con las exigencias en cuanto a estándares de prueba en cada rama del Derecho y con la disposición o no de reglas de cierra del tipo “in dubio…”.

                En cuanto a las normas, el panorama es bien diferente. De dos interpretaciones razonablemente posibles de una misma norma que venga al caso no tiene sentido decir que una es la objetivamente correcta independientemente de cómo el juez decida interpretar tal norma, de modo paralelo a cómo del hecho sí cabe decir que pasó o no pasó con independencia de lo que el juez declare como hecho probado.

                Pongamos un ejemplo de la legislación y jurisprudencia españolas. Al tratar de las causas posibles de desheredación de hijos y descendientes, el artículo 853 del Código Civil español alude, como una de tales causas, al “maltrato de obra”. La jurisprudencia nunca dudó de que la el ejercicio reiterado e indudable de violencia física era a estos efectos “maltrato de obra”, pero ha ido cambiando la interpretación acerca de si también las vejaciones morales constituyen o no maltrato de obra. La respuesta afirmativa se impone en Derecho español a partir de la sentencia 258/2014 de la Sala Civil del Tribunal Supremo. ¿Es esta la interpretación verdadera, la única interpretación que podemos defender como correcta? No, puede haber muy buenas y fundadas razones para defender esta interpretación y también para preferir su contraria y no hay “ahí afuera” nada que en el mundo de los hechos o de las “cosas” opere, al menos idealmente, como elemento de verificación puramente objetiva.

                En razón de esta diferencia, podemos distinguir también entre argumentar en el proceso judicial o en la sentencia sobre hechos y sobre interpretaciones de normas. Respecto un hecho, se trata de argumentar por qué se considera que es verdad o no que sucedió o respecto de cuánto de demostrativas son las pruebas de lo uno o de lo otro, mientras que en lo que a las normas concierne, habrá que argumentar lo que es genuinamente la preferencia por esta o aquella de las interpretaciones posibles. Si se permite una comparación con lo que pasa en la vida ordinaria, no es lo mismo que a uno se le pida que explique por qué cree que era rojo el auto que atropelló ayer a Fulano o que justifique por qué prefiere circular con un vehículo rojo o con uno blanco.

3. Hechos, normas y sentencias

                Una persona dice algo muy negativo y desagradable de otra, tal vez afrentoso, ofensivo. Ciertamente, tenemos libertad de expresión para que podamos hablar con libertad y sin temor a que por ello se nos reprima, pero es verdad que determinados contenidos de lo que decimos pueden constituir un ilícito jurídico que nos haga acreedores de algún género de sanción conforme a Derecho. Así que yo tengo libertad de expresión, sí, pero eso no supone que sea lícito que yo diga cualquier cosa que me apetezca decir o que me provoque placer o ventaja. En realidad, Derecho en mano, yo puedo decir todo lo que no esté en el sistema jurídico tipificado o establecido como jurídicamente ilícito. Así, puedo decir todo lo que no constituya delito (calumnia, injuria, revelación de secretos, alguna de las modalidades de los llamados delitos de odio, etc.), no provoque un daño indemnizable según los patrones de la responsabilidad civil, no suponga vulneración de un contrato o algún compromiso jurídicamente vinculante, no implique causa de despido disciplinario válido, etc. En otras palabras, mi libertad de expresión me habilita para maifestar cualquier cosa que una norma de mi sistema jurídico no me vede decir, al precio de alguna forma de sanción.

                No es propiamente que cuando yo digo algo negativo de otra persona haya en principio una afectación positiva de mi derecho a expresarme libremente y una afectación negativa de su derecho al honor (u otro por el estilo y que pueda relacionarse con el caso, como el derecho a la intimidad, por ejemplo), de manera que caso a caso deban los jueces decidir si es más lo que mi derecho gana o lo que pierde el otro derecho de la otra parte. Es la interpretación de la correspondiente norma limitadora la que hará que mi emisión sobre la otra persona encaje o no en el ilícito correspondiente: que sea injuria o calumnia, que sea intromisión ilegítima e indemnizable en su derecho al honor, que constituya o no “ofensa verbal” al empresario o a los compañeros de trabajo, a tenor, en España, del artículo 54 del Estatuto de los Trabajadores, como causa de despido disciplinario, etc.

                No es que si el trabajador le dice al empresario algo que pueda resultar ofensivo haya que ponderar o poner en la balanza cuánto ha sido lo que la libertad expresiva del trabajador ganó o cuál la medida en que fue dañado el honor del patrón, sino que todo pasa por interpretar lo que signifique “ofensa verbal”[1] en su contexto normativo. Si el empleado le dice al empleador que es más bien fea la corbata que lleva, el que el juez deba o no considerar esa expresión como causa válida de despido no depende de cuánto le parezca o nos parezca que tiene de desagradable tal manifestación o de si pensamos o no que podría habérselo dicho con mayor finura o mano izquierda. De lo que depende es de que consideremos o no que eso que el trabador ha dicho puede ser tildado razonablemente como “ofensa verbal”. No “pesamos” derecho contra derecho, como si aquel artículo 54 no existiera como pauta para juzgar la validez de los despidos disciplinarios, sino que, sentados los hechos, interpretamos la norma para establecer si esos hechos caen o no bajo su supuesto. Hay considerable discrecionalidad al interpretar hasta dónde llega la “ofensa verbal”, como la hay el decir hasta dónde alcanza el “maltrato de obra”, y por supuesto que para fijar la interpretación que va a aplicar, el juez valora o pondera pros y contras y lo hace desde las circunstancias del caso concreto. Pero lo hace interpretando normas, no pesando razones como si no hubiera normas o sólo existieran principios constitucionales y argumentos morales.

                Pero según el sistema jurídico en el que trabajamos y según la rama de lo jurídico en que nos hallemos, la norma de base será más precisa o menos y las pautas normativas se las dará al juez en mayor o menor medida la norma legal (en el sentido amplio de la expresión) o la norma de origen jurisprudencia. Así, el principio de legalidad que rige la materia penal hace que no pueda ser la jurisprudencia penal la que elabore los tipos penales, aun  cuando también las normas penales tengan que ser interpretadas; en cambio, en el campo de la responsabilidad civil por daño extracontractual, por ejemplo, será ante todo la jurisprudencia la que vaya perfilando los supuestos de daño indemnizable, al menos cuando se esté en un sistema como el español, donde la norma de base o genérica es la del artículo 1902 del Código Civil, que dice que “El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”.

                La discrecionalidad del juez a la hora de determinar los límites normativos a la libertad de expresión existirá siempre, pero será tanto mayor cuánta mayor sea la indeterminación de la base normativa de la limitación a dicha libertad.

                Comparemos lo que ocurre con dos tipos de expresiones jurídicamente ilícitas, la injuria y la intromisión ilegítima en el derecho al honor, de conformidad esta última con la Ley Orgánica 1/1982 de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, en España. El esquema aplicativo es el mismo, lo que cambia es el nivel de indeterminación de las normas de base, y también ciertas reglas que el sistema jurídico pone para el razonamiento judicial.

                Según el Código Penal español, artículo 208, “Es injuria la acción o expresión que lesionan la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación[2].

                Pongamos que una persona dice de otra lo que vamos a representar como “X” y que la parte que se siente ofendida se querella por delito de injurias, delito que es perseguible instancia de parte (art. 215.1 del Código Penal). Para resolver el caso, ¿deberá el juez prescindir de aquellos términos legales y realizar un razonamiento ponderativo para decidir lo que en el caso le parezca más “proporcionado”, en función de si cree que es más dañino para la libertad de expresión castigar al que dijo “X” o más pernicioso para el derecho al honor no castigarlo? No, al juez penal no se le pide que decida en equidad, pues tal supondría ahí la ponderación, sino que aplique el tipo penal del artículo 208, previa la ineludible interpretación.

                ¿Sobre qué habrá de decidir y argumentar ese juez? Sobre si la expresión “X” es o no “menoscaba la fama” o “atentado contra la propia estimación” de la persona aludida. Y claro que eso apenas puede hacerse en abstracto, sino caso a caso. Si en abstracto nos preguntamos qué quiere decir “menoscabo de la fama” o bien usamos algo parecido a una expresión sinónima de esa otra y no concretamos nada, o bien vamos poniendo ejemplos, enumerando posibles supuestos de tal “menoscabo de la fama”. De ese modo se perfilan paso a paso los caracteres del “tipo” y va alcanzando éste mayor determinación que la que en el enunciado legal tiene.

                De ahí que sean tan importantes los mecanismos de unificación jurisprudencial o de precedente interpretativo vinculante. Así, en España, y en virtud de cómo funciona el recurso de casación, el Tribunal Supremo, al resolver en casación, va concretando el sentido de la norma a base de resolver sucesivos problemas interpretativos que los casos suscitan. Por poner un ejemplo cásico, cuando la ley penal tipificaba como uno de los supuestos de robo agravado el consistente en el empleo de “llaves falsas”, se planteaba la duda de si como llave falsa contaba la tarjeta bancaria sustraída y mediante la cual se accedía al cajero automático del que se sacaba dinero. Fue la jurisprudencia del momento, con su efecto vinculante, de conformidad con las correspondientes normas procesales, la que recondujo ese supuesto dudoso a la noción de “llaves falsas” e hizo que se impusiera como obligatoria tal interpretación de la norma de base.

                Vuelvo a repetir que poca duda nos puede caber de que tales decisiones, a la vez interpretativas y aplicativas de la norma (la norma que se aplica es la norma interpretada de una u otra manera) son valorativas y, por tanto, discrecionales. No es que el juez pueda decidir al respecto lo que sencillamente se le antoje, decidir de modo arbitrario o echando una moneda al aire dando a la norma tal o cual sentido según que salga cara o cruz. Al juez se le pide que reflexione lo mejor posible su elección y para eso también se organiza el proceso como se organiza, para que en él pueda el juez escuchar en las mejores condiciones epistémicas posibles las razones de cada parte a favor de esta o aquella interpretación. Y para eso se forma a los jueces, para que sepan lo que hacen y sepan cómo hacerlo y cómo buscar y valorar las razones que puedan concurrir en favor de las interpretaciones en el caso posibles de la norma del caso. Y se le exige también que argumente con cierto pormenor y con argumentos apropiados su elección. Pero ni lo uno ni lo otro hace que su elección interpretativa no sea elección suya, por mucho que el juez no la vea ni deba verla simplemente como elección que vale por ser suya, sino que vale por los argumentos que a él le hacen preferirla y que considera argumentos que los demás pueden entender y asumir, aunque no necesariamente los compartan.

                Ahora vamos con que al asunto no se plantea en vía penal, sino civil, en España y de acuerdo con la ley orgánica 1/1982 antes mencionada.          Una persona dijo “X” de otra y ésta plantea demanda civil por daño a su honor. Lo que en España se debatiría, de acuerdo con la terminología que emplea la referida LO 1/1982 es si la preferencia de “X” por su autor constituye o no “intromisión ilegítima” en el derecho al honor[3]. Estamos en las mismas, aunque con unas reglas de juego un poco diferentes. El juez civil no está tan constreñido ni por la presunción de inocencia ni por la prevención frente a interpretaciones extensivas que puedan recordar demasiado la analogía in malam partem.

4. Los hechos del caso y la terminología que usa el Tribunal Supremo

                Un abogado, A, demanda a otro y le reclama una indemnización por daño económico y por daño moral. El abogado demandante había llevado la defensa de una mujer en un pleito anterior, que se había perdido, y le había reclamado sesenta y dos mil euros como honorarios profesionales. La mujer no abonó tales honorarios y el abogado en cuestión, A, planteó reclamación judicial de los mismos. En ese proceso, la mujer es defendida por el abogado B. Éste presenta escrito de impugnación de los honorarios y en tal escrito se dicen cosas tales como que A había dejado transcurrir plazos procesales sin cumplir con su cometido debido, que en aquellos momentos, cuando llevaba la defensa de la mujer, no estaba válidamente colegiado para poder ejercer la abogacía y hasta se encontraba inscrito en las oficinas de desempleo y cobrando una prestación como desempleado. Esas imputaciones y aseveraciones son las que llevan al abogado A a presentar demanda contra este otro abogado, B, alegando que se trataba de expresiones difamatorias y negando los hechos que B había invocado.

                En primera instancia la demanda del abogado supuestamente ofendido, A, fue desestimada, con el argumento que la libertad de expresión del abogado en ejercicio de su labor no tiene más límite que el insulto y la vejación clara, que todo cuando B había planteado respecto de A había sido en tal ejercicio profesional de defensa de la mujer y que no había ánimo injurioso en dichas manifestaciones, además de que de los contenidos del referido escrito no se había dado publicidad fuera del proceso. Y se añade que no se trataba de expresiones gratuitas, sino con respaldo fáctico, a tenor de la documentación que en el proceso se había expuesto.

                Recurre A esa primera sentencia y en segunda instancia es desestimado su recurso. Se reiteran los argumentos de la primera sentencia y se insiste en que las impresiones vertidas por el abogado demandado se insertaban por completo dentro de las estrategias admisibles en ejercicio del derecho de defensa, además de que la valoración de las pruebas que había hecho al juez de primera instancia era correcta.

                De nuevo recurre A, esta vez ante el Tribunal Supremo, por la doble vía del recurso extraordinario por infracción procesal y de la casación. También el Tribunal Supremo, en esta sentencia 581/2020, le niega la razón. El primer recurso se desestima porque ni se aprecia defecto en el juicio probatorio en las instancias anteriores ni es competente el Tribunal Supremo para enmendar las valoraciones probatorias, a falta de tales defectos patentes.

                En el recurso de casación se cuestionaba “el juicio de ponderación del tribunal sentenciador”. ¿Qué significa aquí “juicio de ponderación”? Vuelve el Tribunal a usar dicha expresión cuando explica que

                “…cuando esta sala ha revisado en casación el juicio de ponderación del tribunal sentenciador desde la perspectiva de los límites del derecho de defensa del abogado, ha fijado como doctrina (por ejemplo, sentencias 447/2015, de 3 de septiembre, 542/2015, de 30 de septiembre, 243/2018, de 24 de abril, 340/2020, de 23 de junio, 381/2020, de 30 de junio, 455/2020, de 23 de julio) que, aunque no se trate de un derecho ilimitado, el contenido de la libertad de expresión de los letrados ante los tribunales es especialmente resistente e inmune a restricciones en su ejercicio fuera de la prohibición de utilizar términos insultantes, vejatorios o descalificaciones gratuitas ajenas a la materia sobre la que se proyecta la defensa, y que la libertad de expresión del abogado en el desempeño de sus funciones de asistencia técnica posee una singular cualificación al estar ligada estrechamente a la efectividad de los derechos de defensa, y debe valorarse en el marco en el que se ejerce y atendiendo a su funcionalidad para el logro de las finalidades que justifican su régimen, razones por las que ha de ser amparada cuando en el marco de la misma se efectúan afirmaciones y juicios instrumentalmente ordenados a la argumentación necesaria para impetrar la debida tutela en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, y no ha de serlo cuando se utilizan -y menos aún con reiteración expresiones ofensivas desconectadas de la defensa de su cliente (p.ej. sentencia 381/2020).

                En aplicación de esta doctrina, las decisiones sobre existencia o inexistencia de intromisión ilegítima en el honor responden a las diferentes circunstancias concurrentes en cada caso”.

                A continuación, en la sentencia se desgranan casos anteriores de esta Sala Primera del Tribunal Supremo en los que se aplica esa doctrina general que ya está bien asentada. De acuerdo con su formulación general, que acabamos de leer, y con esos ejemplos de aplicación que se enumeran, la norma que se está aplicando podría enunciarse así:

                Una expresión que un abogado respecto de otra persona vierta y que tenga contenido negativo respecto de ella o pueda resultarle ofensiva, sólo constituirá intromisión ilegítima en el derecho al honor si se dan conjuntamente las condiciones siguientes:

  1. La expresión contiene términos que pueden resultar insultantes, vejatorios o de descalificación personal.
  2. Lo expresado y sus términos no son funcionales o instrumentales para el ejercicio de defensa o no están conectados al objeto del derecho de defensa que el abogado ejerce.

                Así pues, y expuesto en sentido inverso, si lo que se dice y cómo se dice es útil para la defensa que el abogado está ejerciendo y si, por tanto, no es gratuita o injustificadamente insultante, no hay intromisión ilegítima en el derecho al honor de la persona efectada.

                ¿Qué tenemos ahí? La construcción e imposición, por legítima vía jurisprudencial, de una norma perfectamente general y abstracta que concreta lo que pueda constituir intromisión ilegítima en el derecho al honor resultante de la expresión proferida por un abogado con ocasión de su trabajo de defensa. Y lo que el Tribunal Supremo hace en esta sentencia que estamos viendo no es un “juicio de ponderación” en el sentido más fuerte de la expresión, un juicio en el que sopese y compare la importancia de los derechos en pugna a la luz de las circunstancias del caso concreto. Para nada es así, sino que está el Tribunal realizando un juicio subsuntivo, un juicio de aplicación de la norma a los hechos del caso. Exactamente igual que se hace siempre y en todo tipo de casos en que jurisprudencialmente se perfila una norma legal.

                Veámoslo con un ejemplo diferente, a modo de comparación. El artículo 22, apartado 3º, del Código Penal español menciona, entre las circunstancias agravantes del delito, la de “ejecutar el hecho mediante precio, recompensa o promesa”, agravación esta que también torna el homicidio en asesinato, de conformidad con el artículo 139 del mismo Código. Ni que decir tiene que son múltiples las dudas que pueden surgir en la práctica a la hora de determinar si el imputado ha obrado por precio, por recompensa o por promesa: ¿cómo se define cada cosa? ¿qué tipo de conciencia se requiere para que se pueda estimar que tal ha sido el móvil de la acción? ¿ha debido consumarse la entrega de eso que fuera precio, recompensa o promesa? Etc., etc.

                Por ejemplo, y en lo que se refiere a las condiciones para que pueda apreciarse la concurrencia de precio como agravante, la sentencia 268/2012 de la Sala Penal del Tribunal Supremo sintetiza y ratifica toda una línea jurisprudencial anterior, según la cual se exige:

  1. Que el autor haya recibido antes de la ejecución del acto criminal una promesa de merced económica como premio por la ejecución de tal acto.
  2. Que tal compromiso de remuneración económica haya obrado en la conciencia del autor del delito como móvil, como “causa motriz” de la ejecución del delito.
  3. Que “la merced tenga la suficiente intensidad para ser repudiada por el ente social, en virtud de la inmoralidad y falta de escrúpulo que revela”.

                Pues bien, sea en este ejemplo o sea en el de la posible concurrencia de intromisión ilegítima en el honor de otro de resultas de una expresión vertida por un abogado en desempeño de su trabajo, el esquema, reducido a sus términos más elementales, es así:

                (1) El ilícito Y se comete por un sujeto S cuando S realiza una conducta que tiene la propiedad P

                Esto es la formulación de la norma de base, normalmente de origen legislativo[4].

                (2) Una conducta tiene la propiedad P cuando dicha conducta reúne las características o propiedades C1, C2… Cn.

                Esto es, normalmente y a falta de definiciones legales del concepto en cuestión, obra de la jurisprudencia[5]. Tales interpretaciones jurisprudenciales vincularán o no a tribunales distintos de los que las hacen, según cómo esté dispuesto el sistema de fuentes en ese sistema jurídico y en función del valor que se otorgue a la jurisprudencia, doctrina o precedente del tribunal emisor.

                Podríamos poner sobre la mesa miles y miles, millones de ejemplos de esta dinámica onmniipresente en la práctica jurídica y que da testimonio de la interrelación entre hechos, enunciados legales (en el sentido más amplio de la expresión “legal”) e interpretaciones jurisprudenciales de tales enunciados.

                ¿Dónde está ahí la ponderación? En el primer sentido, el más fuerte, de los referidos al inicio de este trabajo, la ponderación no aparece por ningún lado. No es que los jueces estén poniendo en un plato de la balanza un derecho o su principio subyacente y en el otro plato otro derecho o principio, a fin de ver si pesan más las razones en pro de uno u otro y para resolver así, prácticamente en equidad, el caso.

                Lo que sí aparece es la ponderación en el segundo sentido apuntado, como equivalente de valoración de la interpretación preferible de la norma, de entre las posibles, valoración que se hace en el caso porque es en el caso donde se suscitan los problemas derivados de la indeterminación de los términos de la norma de base. Fue la primera vez que en un caso se planteó como decisivo si para que se apreciara la agravante de precio era necesario que el imputado hubiera efectivamente recibido el pago o si bastaba que se le hubiera prometido, cuando tuvo el tribunal que precisar cuál era preferible de las dos interpretaciones que de la norma cabían y que conducían a consecuencias contrapuestas (apreciación o no apreciación de la concurrencia de la agravante de precio)[6]. Y fue la primera vez que, durante su desempeño de la defensa de un cliente y en algún momento procesal, un abogado insultó gravemente a otro abogado, cuando fue necesario decidir interpretativamente si había o no había intromisión ilegítima en el derecho al honor.

                Insisto en que los juicios que determinan la correspondiente preferencia interpretativa son valorativos y no constatativos, suponen un ejercicio de algún grado de discrecionalidad y no mera observación de algo plenamente externo a la subjetividad y modo de ver las cosas del juzgador. Por eso tales juicios resultan de valoraciones o “juicios de ponderación”, pero no en el sentido de que vayan directamente encaminados a decidir lo más equitativo o justo en cada caso, caso a caso, ni en el sentido de que ponderar sea una operación mental más segura u objetiva que valorar discrecionalmente entre alternativas.

                Sobre la base de lo dicho, ya podemos volver al examen de la sentencia y de su lenguaje.

                Resulta que, en esta sentencia, el Tribunal llama “juicio de ponderación” a la pura y elemental operación o razonamiento que establece cómo se califican los hechos del caso conforme a esa norma que interpretativamente ya está sentada y que dice que no hay intromisión ilegítima del abogado en ejercicio si lo que dijo no constituye insulto gratuito, no es falso o arbitrariamente inventado y es funcional para la defensa del cliente. Así es como debe entenderse el siguiente párrafo que condensa tal juicio aplicativo del Tribunal:

                “La razón decisoria de la sentencia recurrida para descartar la existencia de intromisión ilegítima en el derecho al honor radica en que todas las expresiones que el recurrente considera ofensivas fueron empleadas por el letrado demandado por indicación de su cliente, tomando como referencia lo que la propia cliente manifestó en su día en la queja dirigida a la Comisión Deontológica del ICAM, y con la única finalidad de defender a su cliente de la reclamación de honorarios deducida por el hoy recurrente, esto es, con el fin de poner de manifiesto las razones que amparaban a su cliente para no abonarlos. Este razonamiento enlaza con los argumentos de la sentencia de primera instancia, que también entendió que las manifestaciones del letrado demandado buscaban defender a su cliente, añadiendo además que las concretas imputaciones sobre la falta de colegiación del recurrente como ejerciente, su situación como demandante de empleo o la percepción por el mismo de prestaciones públicas indebidas, lejos de ser gratuitas, resultaban de la documentación aportada a las actuaciones”.

                Vuelvo a decir: no se trata de que el abogado demandado gane este pleito porque, vistas en sí y por sí estas circunstancias precisas del caso, pese más su derecho a la libertad de expresión que el derecho al honor del demandante, sino que vence porque los hechos del caso se subsumen con ese resultado en la norma interpretada que dice cuándo hay y cuándo no intromisión ilegítima en el honor de otro de resultas de lo que de él haya dicho un abogado al ejercer su trabajo.

                ¿Que eso se puede expresar diciendo que la libertad de expresión de un abogado en ejercicio tiene más extensión que la libertad de expresión de una persona ordinaria? Ciertamente, pero se explica aún mejor si se dice que, en España, la interpretación vigente de las normas en materia de derecho al honor y de intromisión ilegítima en el derecho al honor lleva a que no se tenga por ilícita, en cuanto atentatoria contra el honor, la expresión del abogado que pueda resultar ofensiva, pero que reúna tal y cual condición adicional.

                ¿Qué gana, pues, el Tribunal, al usar la terminología que usa y al referirse a “juico de ponderación” donde nos hallamos ante el más elemental y corriente juicio subsuntivo? Pues seguramente gana algo retóricamente interesante, como es que, aparentando que hace algo novísimo, que está a la última y que se acomoda a los desconcertantes dictados del neoconstitucionalismo algo cursi, se habilita a sí mismo el Tribunal para seguir haciendo lo de siempre y como siempre, que, por lo demás, es lo que debe hacer. O, al menos, lo que debe hacer cualquier tribunal mientras haya no solamente jueces en Berlín, sino también Derecho en Prusia.


[1] De acuerdo con el artículo 54 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, es posible el despido disciplinario por incumplimiento contractual grave y culpable, y como tal se consideran, entre otras cosas “Las ofensas verbales o físicas al empresario o a las personas que trabajan en la empresa o a los familiares que conviven con ellos”.

[2] Se lee también en el mismo artículo lo siguiente: “Solamente serán constitutivas de delito las injurias que, por su naturaleza, efectos y circunstancias, sean tenidas en el concepto público por graves, sin perjuicio de lo dispuesto en el apartado 4 del artículo 173.

Las injurias que consistan en la imputación de hechos no se considerarán graves, salvo cuando se hayan llevado a cabo con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”.

[3] Artículo 1.1. de la LO 1/1082: “El derecho fundamental al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, garantizado en el artículo dieciocho de la Constitución, será protegido civilmente frente a todo género de intromisiones ilegítimas, de acuerdo con lo establecido en la presente Ley Orgánica”.

Según el artículo 7.7. hay “intromisión ilegítima” en caso de “La imputación de hechos o la manifestación de juicios de valor a través de acciones o expresiones que de cualquier modo lesionen la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”.

Interesa también el apartado tercero del artículo 9, donde leemos que “La existencia de perjuicio se presumirá siempre que se acredite la intromisión ilegítima. La indemnización se extenderá al daño moral, que se valorará atendiendo a las circunstancias del caso y a la gravedad de la lesión efectivamente producida, para lo que se tendrá en cuenta, en su caso, la difusión o audiencia del medio a través del que se haya producido”.

[4] En nuestros ejemplos:

  • Se considerará intromisión ilegítima del derecho al honor “la merced tenga la suficiente intensidad para ser repudiada por el ente social, en virtud de la inmoralidad y falta de escrúpulo que revela” (art. 7, apartado 7º de la Ley Orgánica 1/1982).
  • “Será castigado (…), como reo de asesinato, el que matare a otro (…) por precio, recompensa o promesa” (art. 139 del Código Penal).

[5] En nuestros ejemplos: hemos visto qué características debe tener la expresión del abogado para constituir intromisión ilegítima en el derecho al honor del ofendido y qué características ha de tener un anuncio de recompensa por la comisión de un delito para que cuente como “precio” a efectos de agravación del delito.

[6] Es obvio que cada uno de esos problemas puede habérselos planteado también la doctrina al estudiar esos tipos penales. La doctrina tendrá en la práctica la influencia derivada de los usos judiciales de cada país y del prestigio de los autores en cuestión, no hay doctrina “vinculante” para los tribunales, aunque el argumento de autoridad doctrinal puede alcanzar mucho peso en la motivación de la sentencia.

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